Vicent sobre Umbral


Como tantos otros, el joven provinciano llegó a Madrid a principio de los años sesenta del siglo pasado con la idea obsesiva de construirse como escritor. Era alto, pálido, con una muesca carnosa en la mejilla. Traía de Valladolid la voz profunda y la cadencia rítmica en el oído de innumerables poetas leídos mientras trabajaba de botones y oficial de tercera en un banco. Tenía una pequeña experiencia de periodista de radio en una emisora de León y lo demás eran recuerdos de paseos de adolescencia con los compañeros en mañanas de domingo por el parque de Campo Grande hablando de versos, mirando a las chicas inasequibles de la burguesía que salían de misa. En el subconsciente le había quedado la herida oscura de una infancia lacerante que se esforzaba en olvidar hasta que al final logró convertirla en literatura. Desde El Norte de Castilla, Miguel Delibes le había dado la bendición antes de partir a la aventura, era su neófito predilecto, sin duda el más dotado para hacer bailar las palabras a su antojo. Umbral escribe con la facilidad con que mea, dijo Delibes. Era un elogio. En algún caso de desánimo, Francisco Umbral siempre se sintió amparado por la sombra benévola de aquel tótem, probablemente al único que respetó.

En Madrid, el joven provinciano rindió la primera visita al inevitable Café Gijón, gabarra de náufragos hambrientos de gloria y alimentados con arenques, una botillería que durante muchos años sería su baluarte y rampa de lanzamiento. Hubo un primer itinerario por la Pequeña Aula de poesía del Ateneo para medirse como poeta, por la boca de la manguera del ministerio de Fraga donde manaban unas pocas monedas, por la cafetería de Cultura Hispánica para ligarse a alguna extranjera llevándosela al Prado, al Mesón del Segoviano y después al huerto. Durante esta travesía de Madrid, que sería su primera y mejor novela, comenzó a derramarse en artículos que sembraba en cualquier papel que los aceptara, sin ideología alguna, ni roja ni azul, que no fuera la de apacentador de verbos y adjetivos. Ante todo ritmo y sonido. Como Sinatra, yo no vendo voz, vendo estilo, decía. Quería ser escritor por dentro y por fuera. Pasaba media jornada alimentando su figura y la otra media destruyéndola. De esta forma, al final se fabricó la imagen de escritor romántico e inactual con el abrigo muy largo de terciopelo negro entallado y el complemento anglosajón de la bufanda roja hasta las rodillas, un Baudelaire, un Marcel Proust, un Oscar Wilde, según la moda de temporada.

No rechazaba el escándalo, siempre que fuera solo literario. La novela El Giacondo le proporcionó alguna bofetada y el odio de algunos amigos traicionados, que le sirvieron de modelos en aquella galería de fantasmas de las noches del Oliver, el Gijón y Carrusel. Quería demostrar que en literatura todo es lícito, nada es bueno ni malo, siempre que esté bien escrito. El primer salto cualitativo lo dio Umbral cuando Vergés, a instancias de Delibes, le abrió las páginas de la revista Destino, donde Josep Pla, Perucho, Álvaro Cunqueiro y Néstor Luján habían puesto muy alto el listón de un periodismo con censura. Umbral se midió con ellos sin desventaja. Con Las ninfas ganó el Premio Nadal.

El Narciso de este escritor armado de periodista se miraba en el estanque y lanzaba en él su artículo de cada día. El impacto siempre se producía sobre su propia imagen. La intensidad de su inspiración iba perdiendo fuerza a medida que las ondas literarias se alejaban de su ego, de aquello que a él le sucedía por dentro o por fuera. Él, solo él. En los salones se limitaba a pasear su persona como un espejo para que se reflejaran sus admiradores. Entonces escribía en Hermano Lobo y en Triunfo de última época, ya despolitizado.

Hubo un segundo salto, el definitivo, cuando Juan Luis Cebrián, el director del diario EL PAÍS, recién fundado, le llamó para que escribiera una crónica social como la de Alfonso Sánchez en Informaciones que ponía en letras versales los nombres de los personajes de la buena sociedad en tardes del hipódromo, en los estrenos de teatro y en los festivales de San Sebastián. Umbral sustituyó las versales por las negritas. Fue el éxito periodístico y literario de la Transición. Creó una crónica social achampañada, llena de burbujas, de alto estilo literario, con una libertad y una falta de respeto admirable hacia el idioma, las formas urbanas, la política. Llegaba Umbral disfrazado de escritor a cualquier sarao y la gente le hablaba con frases hechas a su medida con la esperanza de verse citado con su nombre en negritas al día siguiente.

Necesitaba alimentarse de personajes. Umbral los fabricaba literariamente con solo reflejarlos en su espejo. Ninguno era real. Tierno Galván, Carrillo, Dolores Ibarruri, el padre Llanos y el pozo del Tío Raimundo, Carmen Díez de Rivera por el lado de la izquierda; Pitita Ridruejo y las niñas pirujas y gangosas de Serrano por la derecha, como Por el camino de Swan o por el de Guermantes, de Proust, solo que a Umbral le importaba un bledo la ideología, solo la estética de enamorar con la literatura a una musa cambiante, que podía ser Ana Belén o la actriz de turno, con un cheli de El Corte Inglés.

Fueron pasando por su vida sucesivas rebeldías. Frente al castellano machihembrado de Miguel Delibes, algunas de cuyas palabras sonaban todavía a terrón de labriego, Umbral tenía un ángel lírico, libre y violento en cada yema de los dedos con que machacaba el teclado de la Olivetti según se levantaba de la cama ese día, unas veces marxista a la violeta, otras revolucionario, liberal, fascista, lambiscón, perdulario, machista, faltón, tierno o provocador, solo a condición de que el artículo fuera una pequeña obra de arte para subirse a su alero y tirarse al vacío para suicidarse. Pluma sonajero, decían algunos; ladrón de oído, decían otros. Suscitaba filias y fobias, pero tenía golpes maestros en cada pieza escrita con ritmo de endecasílabos. Lo tomas o lo dejas, te lo crees o no. Basta con que me admires.

Cuando las agrias banderías de la política pasaron al periodismo se acabó aquel estado de gracia de las noches del Oliver y Boccaccio donde los escritores, intelectuales y periodistas de cualquier medio e ideología tomaban copas juntos y empujaban el carro hacia el mismo horizonte de la libertad; pero hubo un mal día en que se establecieron bandos, trincheras y garitas contrarias y comenzó el fuego cruzado, los tránsfugas iban de acá para allá, cada uno detrás de su propia sardina económica. Umbral dejó EL PAÍS y se pasó al enemigo. En El Mundo fue recibido como un héroe. Lo mismo había sucedido con Cela. Ambos escritores fueron convertidos en armas arrojadizas, en hombres bala contra antiguos compañeros que habían sido sus aliados naturales.

Francisco Umbral había nacido en Madrid en 1932. El oscuro natalicio, producto del amor, como se narra en los melodramas, fue uno de sus traumas que no logró asumir. ¿Madre soltera? ¿Qué pasa, Rouco Varela? Hoy ese hecho puede ser un timbre de gloria. La imposibilidad de ser educado en una escuela pública, el hecho de que su madre se tuviera que enmascarar de tía carnal y le enseñara a leer, a escribir, a elegir libros llevándolo en secreto de la mano a la cultura en medio de la miseria moral provinciana es parte de su mitología. Basta con eso para tenerle admiración y no por los máximos galardones literarios, el Príncipe de Asturias, el Cervantes, con que fue coronado. Se le hurtó la Academia, pero se vengó escribiendo mejor que ninguno. Murió el 28 de un tórrido agosto de 2007 en el Madrid al que había conquistado también como una forma de venganza.



Cortázar sobre Artaud


Con Antonin Artaud ha callado en Francia una rota palabra que sólo estuvo por mitad del lado de los vivos mientras el resto, desde un lenguaje inalcanzable, invocaba y proponía una realidad atisbada en los insomnios de Rodez. Como sigue siendo natural entre nosotros, nos enteramos de esa muerte por veinticinco menguadas líneas de una «carta de Francia» que mensualmente envía el señor Juan Saavedra; cierto que Artaud no es ni muy ni bien leído en ninguna parte, desde que su significación ya definitiva es la del surrealismo en el más alto y difícil grado de autenticidad: un surrealismo no literario, anti y extraliterario; y que no se puede pedir a todo el mundo que revise sus ideas sobre la literatura, la función del escritor, etc.

Da asco, sin embargo, advertir la violenta presión de raíz estética y profesoral que se esmera por integrar con el surrealismo un capítulo más de la historia literaria, y que se cierra a su legítimo sentido. Los mismos jefes desfallecen agotados, retornan con cabezas gachas al «volumen de poemas» (tan otra cosa que poemas en volumen), al arcano 17, al manifiesto iterativo. Por eso habrá que repetirlo: la razón del surrealismo excede toda literatura, todo arte, todo método localizado y todo producto resultante. Surrealismo es cosmovisión, no escuela o ismo; una empresa de conquista de la realidad, que es la realidad cierta en vez de la otra de cartón piedra y por siempre ámbar; una reconquista de lo mal conquistado (lo conquistado a medias: con la parcelación de una ciencia, una razón razonante, una estética, una moral, una teleología) y no la mera prosecución, dialécticamente antitética, del viejo orden supuestamente progresivo.

A salvo de toda domesticación, por gracia de un estado que lo sostuvo hasta el fin en una continuada aptitud de pureza, Antonin Artaud es ese hombre para quien el surrealismo representa el estado y la conducta propios del animal humano. Por eso le era dado proclamarse surrealista con la misma esencialidad con que cualquiera se reconoce hombre; manera de ser ineludiblemente inmediata y primera, y no contaminación cultural al modo de todo ismo. Pues ya es tiempo que esto se advierta mejor; lo digo para los jóvenes supuestamente surrealistas, que tienden al tic, a la determinación típica, que dicen «esto es surrealista» como quien le muestra el ñu o el rinoceronte al niño, y que dibujan cosas surrealistas partiendo de una idea realista deformada, teratólogos a secas; es ya tiempo de que se advierta cómo a más surrealismo corresponden menos rasgos con etiqueta surrealista (relojes blandos, giocondas con bigote, retratos tuertos premonitorios, exposiciones y antologías). Simplemente porque el ahondamiento surrealista pone más el acento en el individuo que en sus productos, avisado ya de que todo producto tiende a nacer de insuficiencias, reemplaza y consuela con la tristeza del sucedáneo. Vivir importa más que escribir, salvo que el escribir sea —como tan pocas veces— un vivir. Salto a la acción, el surrealismo propone el reconocimiento de la realidad como poética, y su vivencia legítima: así es que en último término no se ve que continúe existiendo diferencia esencial entre un poema de Desnos (modo verbal de la realidad) y un acaecer poético —cierto crimen, cierto knock-out, cierta mujer— (modos fácticos de la misma realidad).

«Si soy poeta o actor, no lo soy para escribir o declamar poesías, sino para vivirlas», afirma Antonin Artaud en una de sus cartas a Henri Parisot, escrita desde el asilo de alienados de Rodez. «Cuando recito un poema, no es para ser aplaudido sino para sentir los cuerpos de hombres y mujeres, he dicho los cuerpos, temblar y virar al unísono con el mío, virar como se vira de la obtusa contemplación del buda sentado, muslos instalados y sexo gratuito, al alma, es decir a la materialización corporal y real de un ser integral de poesía. Quiero que los poemas de François Villon, de Charles Baudelaire, de Edgar Poe o de Gérard de Nerval se vuelvan verdaderos, y que la vida saiga de los libros, de las revistas, de los teatros o de las misas que la retienen y la crucifican para captarla, y que pase al plano de esta interna imagen de cuerpos…».

Quién podía decirlo mejor que él, Antonin Artaud lanzado a la vida surrealista más ejemplar de este tiempo. Amenazado por maleficios incontables, dueño de un falaz bastón mágico con el que intentó un día sublevar a los irlandeses de Dublín, tajeando el aire de París con su cuchillo contra los ensalmos y con sus exorcismos, viajero fabuloso al país de los Tarahumaras, este hombre pagó temprano el precio del que marcha adelante. No quiero decir que fuese un perseguido, no entraré en una lamentación sobre el destino del precursor, etc. Creo que son otras las fuerzas que contuvieron a Artaud en la orilla misma del gran salto; creo que esas fuerzas moraban en él, como en todo hombre todavía realista a pesar de su voluntad de sobrerrealizarse; sospecho que su locura —sí, profesores, calma: estaba loco— es un testimonio de la lucha entre el homo sapiens milenario (¿eh, Sören Kierkegaard?) y ese otro que balbucea más adentro, se agarra con uñas nocturnas desde abajo, trepa y se debate, buscando con derecho coexistir y colindar hasta la fusión total. Artaud fue su propia amarga batalla, su carnicería de medio siglo; su ir y venir del Je al Autre que Rimbaud, profeta mayor y no en el sentido que pretendía el siniestro Claudel, vociferó en su día vertiginoso.

Ahora él ha muerto, y de la batalla quedan pedazos de cosas y un aire húmedo sin luz. Las horribles cartas escritas desde el asilo de Rodez a Henri Parisot son un testamento que algunos no olvidaremos. Traduje la primera de ellas, la única que tal vez no ocasione la moralizadora clausura de estas páginas.


JULIO CORTÁZAR, Muerte de Antonin Artaud (1948), incluido en Obra Crítica, Debolsillo, Penguin Random House, Barcelona, 2017, págs. 261-264.


Piglia sobre Gombrowicz


KATARZYNA OLGA BEILIN: ¿Gombrowicz te inspiró a crear el personaje de Tardewski?
RICARDO PIGLIA: Tardewski tiene rasgos que vienen de Gombrowicz, elementos de su biografía, por ejemplo de cuando llegó a Buenos Aires. Gombrowicz es un personaje al que admiro muchísimo. Su posición en Buenos Aires fue muy interesante. Durante sus primeros años en Buenos Aires, del 39 al 45 es casi un "clochard", y, al mismo tiempo, es un escritor del nivel de Kafka. Lo sabe y lo comenta con los otros: "yo soy un escritor importantísimo". Encarnaba muy bien su propia teoría de "máscara", aunque la actuación es también algo que le permite sobrevivir. Era una época muy difícil; vivía en condiciones extremas. Había perdido el contacto con la embajada polaca. Se conectó por fin con un pequeño grupo de polacos, algunos de los que tenían un poco de plata, y buscó maneras de comer increíbles, por ejemplo iba a los velorios.

KATARZYNA OLGA BEILIN: Como Lazarillo de Tormes.
RICARDO PIGLIA: Sí, como en picaresca. Claro, como él era un extranjero muy elegante, le dejaban entrar. Hay muchas historias muy interesantes de ese periodo. En algún momento le pusieron en contacto con un escritor aristocrático, arcaizante, castizo, de una familia muy tradicional y de mucho dinero, con la idea de que Gombrowicz trabajara como su secretario ayudándole con su correspondencia o con las traducciones. Gombrowicz necesitaba realmente ese trabajo. El aristócrata lo recibió y le mostró uno tras otro sus muebles antiguos y al final el objeto que consideraba más valioso de todos. En aquel momento Gombrowicz dijo que esto en su casa se lo daban a los sirvientes y así perdió el empleo. 


RICARDO PIGLIA, entrevistado por Katarzyna Olga Beilin y recogido en Conversaciones literarias con novelistas contemporáneos, Tamesis Book, Woodbridge, 2004, pág. 36.


Ángel González sobre Antonio Machado


Mis primeras lecturas de la Generación del 27 fueron Alberti, Lorca y Gerardo Diego. Tengo la seguridad de que la poesía de estos autores me influyó desde el principio. Y, sobre todo, inevitablemente, Juan Ramón Jiménez. La Segunda Antolojía me abrió un mundo nuevo; todavía creo que es su mejor libro. Aunque mi estimación por él haya bajado, sigo pensando que es un gran poeta; pero para mí llegó a ser el único, hasta el punto de que Machado, a quien también empecé a leer entonces con un poco de seriedad, estaba para mí muy tapado por Juan Ramón. Más tarde rectifiqué esta opinión, y he pasado a considerar que Machado es el gran poeta de su tiempo. El libro que escribí sobre Juan Ramón manifiesta mi admiración por él, aunque ya con algunas reservas. No puede negarse que Juan Ramón Jiménez renovó el lenguaje poético español y, en cambio, Machado no lo hizo. Antonio Machado fue, probablemente, un poeta en el último extremo del romanticismo, sin novedades formales. Sin embargo, es un poeta mucho más hondo que Juan Ramón, mucho más rico, misterioso y profundo. Al menos, así lo veo ahora, aunque al principio no haya sido así. En aquel entonces me deslumbró lo que había en Juan Ramón de nuevo, como les pasó a los poetas del 27, que aprendieron en él un nuevo lenguaje, una escritura nueva. Eso me sigue pareciendo admirable. Lo que ocurre es que en Juan Ramón Jiménez no hay mucho más, aparte de un inmenso "yo" que deja muy poco espacio para lo otro y los otros, aunque en su extensísima obra haya momentos excepcionales que desmienten lo que digo. Sus esfuerzos y trampas para negar la muerte y los efectos devastadores del paso del tiempo —trampas que, de manera más conflictiva y "agónica", también hizo Unamuno— me interesan poco ahora.


ÁNGEL GONZÁLEZ, fragmento de Autopercepción intelectual de un proceso histórico, recogido en La poesía y sus circunstancias, Seix Barral, Barcelona, 2005, págs. 431 y 432.

Paglia sobre Dickinson


INCLUSO LOS mejores estudios críticos minusvaloran a Emily Dickinson. Emily Dickinson da miedo. Llegar a ella directamente desde Dante, Spenser, Blake y Baudelaire es ver de una forma obvia y flagrante su sadomasoquismo. Los pájaros, las abejas y las manos amputadas constituyen el mareante material de su poesía. Dickinson se asemeja a esos homosexuales que se visten de cuero negro y se adornan con cadenas para dar una visibilidad agresiva a la idea de masculinidad. En su oculta vida interior, esta tímida soltera victoriana era un genio masculino y un sádico visionario, una "persona del sexo" ficticia con una fuerza monumental. Emily Dickinson y Walt Whitman, aparentemente tan distintos, son, en realidad, dos confederados tardorrománticos de la Unión. Los dos son hermafroditas que se rigen por una ley propia y que no quieren ni pueden aparearse. Los dos son voyeurs homosexuales dispuestos a una inclusión sexual total. Los dos son perversos caníbales de la identidad del otro: Whitman en su voraz autosucción y en las invasiones de los aposentos de los durmientes y enfermos; Dickinson en sus pésames rituales y su sensual conocimiento de la muerte. Voyeurismo, vampirismo, necrofilia, lesbianismo, sadomasoquismo, surrealismo sexual: la Madame de sade de Amherst sigue esperando a que sus lectores la conozcan. 


CAMILLE PAGLIA, fragmento de La Madame de Sade de Amherst incluido en Sexual personae, Valdemar, 2006, traducción de Pilar Vázquez Álvarez, págs. 979 y 980.


Boyero sobre Brecht


Durante los años setenta el nombre de Bertolt Brecht era inevitable en cualquier conversación del progresismo ilustrado. Las innumerables citas sobre lo que había escrito y sobre su figura podían llegar a ser mareantes. Él, por supuesto, no tenía la culpa de que le hubieran puesto de obsesiva moda, de que todo dios recurriera a su pensamiento, sus poemas, su teatro, para explicar no ya los sórdidos mecanismos del capitalismo o del nazismo, sino también la naturaleza del universo.

Y, de repente, llegó el silencio sobre persona y artista tan significativo. En las últimas décadas nadie habla de Brecht. Es altamente dudoso que la gente que tiene menos de 40 años le conozca. Y es lamentable. Vuelvo a leer con estremecimiento su poema A las generaciones futuras. Dice cosas como estas: “En verdad, vivo en tiempos sombríos. / La palabra ingenua es insensata. Una frente lisa / revela insensibilidad. El que ríe / no ha recibido la terrible noticia. / ¿Qué tiempos son estos / en los que hablar de las flores es casi un delito / porque implica callar sobre tantos crímenes?”.


CARLOS BOYERO, fragmento de ¿Callar?, El País, 22 de marzo de 2014 (AQUÍ)

Juan Goytisolo sobre Puig


A mediados de los sesenta, cuando ejercía mis modestas funciones de lector de español en la editorial Gallimard, recibí una visita del cineasta Néstor Almendros. Llevaba bajo el brazo un manuscrito dactilografiado y lo puso en mis manos diciendo: "Es la novela de un amigo argentino que trabaja de steward en Air France. Leéla. Estoy seguro de que te gustará". Néstor, como siempre, tenía razón. Pocas veces en mi vida he calado en un texto literario de un desconocido con tanta sorpresa y delicia. Al cabo de la lectura, tenía el pleno convencimiento de hallarme ante un auténtico novelista, atrapado, como lector, en las redes de un mundo originalísimo y personal. Escribí inmediatamente a su autor para comunicarle mi opinión y darle la buena nueva de que Gallimard editaría el libro. Pero éste planteaba un problema: el título. Manuel Puig -que luego destacaría en la elección de títulos brillantes y a veces geniales- había confiado el manuscrito a Néstor con una docena de ellos, provisionales y de escasa enjundia. En su respuesta a mis líneas -que, desdichadamente, no conservo-, el novelista me resumía la educación sentimental de su protagonista y mencionaba la impresión causada en él por "la traición de Rita Hayworth". La frase me cautivó: tal era, debía ser, el título. Así éste fue obra de Manuel Puig, pero su descubrimiento mío. Una vez firmado el contrato de la edición francesa, aproveché uno de mis viajes a Barcelona para llevar la novela a Carlos Barral. "Te traigo aquí el próximo premio Biblioteca Breve", le dije. La cara de Barral, de ordinario más amena, expresó el semblante desapacible de quien acaba de recibir una mala noticia. Su actitud -el escasísimo entusiasmo de mi hallazgo- se aclaró semanas más tarde a raíz de la concesión del premio. Por el testimonio escrito u oral de tres miembros del jurado, supe que la novela de Manuel Puig había resultado victoriosa en las votaciones, pero la oposición encarnizada de Barral y su amenaza de liquidar el premio lograron imponer a la fuerza a su candidato -un autor, por otra parte, muy estimable-, a quien por lo visto había otorgado el galardón previamente. Ante la magnitud de la alcaldada, mi hermano Luis dimitió del jurado. La traición de Rita Hayworth no fue premiada y, lo que es más lamentable aún, Barral no quiso publicarla siquiera. Su impresión personal de Manuel, quien, ingenuamente, había corrido a verle a Barcelona en calidad de finalista, fue tan negativa como tajante. Con su probado olfato literario, decidió que aquel argentino afeminado, vulnerable y frágil no era un escritor digno de figurar en el prestigioso catálogo de la editorial. Se publicó en Buenos Aires, en donde obtuvo el éxito que merecía.

Pese a la excelente acogida de sus primeras novelas por parte del público y la crítica, los sinsabores político-literarios de Manuel no cesaron. En una época en la que la imagen de Latinoamérica como un continente en lucha convertía plumas en metralletas y a los escritores en portavoces de la revolución en marcha, una figura y obra como las suyas suscitaban recelo, desdén y rechazo. La ex compañera de Julio Cortázar vetó la publicación de El beso de la mujer araña en Gallimard porque dañaba sin duda la consabida imagen del militante machista-leninista al presentarlo enternecido y cautivado por las artes de Sherezade cinematográfica de su compañero de celda apolítico y homosexual. Desde los mismos supuestos moralizadores y sectarios otras editoriales europeas de izquierda siguieron su ejemplo. Con todo, el error no podía ser más grosero. Del mismo modo que los poemas sobre la guerra civil del menos politizado de nuestros poetas del 36 -me refiero a Luis Cernuda y a sus admirables Elegías españolas- son los únicos que pueden leerse hoy con emoción en virtud de su hondura y distanciamiento, Manuel Puig es el autor de las mejores novelas políticas de la década de los sesenta en Latinoamérica pues son obras de un escritor que desconocía otro compromiso que el que había contraído con la escritura y consigo mismo. Pubis angelical y El beso de la mujer araña reflejan con una penetración y rigor moral ejemplares el sistema de terror impuesto por la Junta Militar argentina y la lucha bienintencionada pero ineficaz de los grupos extremistas latinoamericanos de las pasadas décadas, grupos situados, como dijo Octavio Paz, "en las afueras de la realidad". Comparémoslas con El libro de Manuel o cualquier obra políticamente comprometida y advertiremos la diferencia entre quien acertó en el clavo y quien se espachurró literariamente los dedos. Este apoliticismo aparente de Puig -condenado entonces por la mayoría bienpensante de sus colegas- le evitó no obstante caer en la trampa de quienes celebraron el retorno de Perón como un primer paso indispensable al triunfo de la revolución en Argentina. Recuerdo sus comentarios a un artículo sobre el tema publicado en Le Monde por uno de sus colegas: "Mis paisanos están locos. ¿Cómo puede haberse vuelto de izquierdas un señor que se ha pasado 20 años en la España de Franco leyendo el Abc todos los días?". Su elemental sentido común le permitía ver lo evidente. Como sabemos, el retorno del General a Buenos Aires no consagró el triunfo de Marx sino el de Valle-Inclán y su visión esperpéntica de la historia: meses después de este magno acontecimiento, Argentina era gobernada por una ex cabaretera y un astrólogo.

Una nueva prueba de la inteligencia e integridad de Puig la tuve la última vez que le vi, a fines de mayo o primeros de junio de 1982. Yo estaba en Berlín, disfrutando de una beca de la DAAD y él había venido a participar en las festividades de Horizonte 82, centradas en torno a Latinoamérica. Era el momento de la guerra de las Malvinas y la colonia de exiliados argentinos y otros países hispanohablantes había redactado un manifiesto de condena del imperialismo inglés y su agresión a una nación hermana. Recuerdo que cuando me presentaron el documento me negué rotundamente a firmarlo. Tanto cuanto el golpe fascista contra Makarios y su consiguiente amenaza a la población turcochipriota provocó la intervención militar de Ankara y la caída del siniestro régimen de los coroneles griegos, tanto más la aventura descabellada de los militares argentinos en las Malvinas y el envío de la Armada británica iban a originar el desplome de la sangrienta Junta de Buenos Aires. La previsible derrota de los espadones era una bendición para sus compatriotas, pues debía liberarles de su yugo e imponer el retorno a la democracia. Algo tan sencillo y claro no cabía, sin embargo, en la cabeza de muchos obnubilados patriotas: uno tras otro se sucedían en la tribuna de Horizonte como en un púlpito o barricada desde los que sus voces de patria o muerte (sin que ninguno de quienes las proferían se enfrentara, que yo sepa, a tan terrible dilema) arrancaban salvas de aplausos. Llegó el turno de Manuel con las inevitables preguntas sobre la guerra. Adoptó con humor un tono entre familiar y comedido, sabia mezcla de comadre de pueblo y de alumna del Sagrado Corazón: "¿Qué son las Malvinas? Cuatro islas desiertas que descubrió un barco inglés que, por puro capricho, plantó su bandera en ellas y allí se quedaron los marinos con unas cuantas ovejas y nada más. Pero, como en Argentina nos han dicho siempre que las islas son nuestras, las cantamos en nuestros himnos y escuelas y todos tenemos una prima que se llama Malvina, nos lo hemos creído de verdad y las hemos liberado. Pero esa mistress Thatcher, tan antipática ella, no ha comprendido nuestros sentimientos y ha enviado su flota. ¿Qué va a pasar? Yo no lo sé. Pero una vecina mía que, como yo, tampoco entiende nada de política, me dijo: "Eso de recuperar las islas me parece bien; pero si los militares tienen éxito, creo que se quedarán en el poder no 10 sino 200 años". Un silencio incómodo premió sus palabras. Manuel no podía haber dicho mejor cuanto había que decir y, después de tanta retórica huera, su ironía y honestidad me encantaron.

En la hora de su muerte quiero recordar así no sólo al gran escritor que fue sino también al tenaz defensor de los derechos de las mujeres y homosexuales en un mundo ferozmente machista y a quien, con entereza y dignidad, supo discernir y captar la realidad a pesar de las brumas del miedo y las vendas en los ojos de las ideologías.


JUAN GOYTISOLO, Manuel Puig, El País, 27 de julio de 1990 (AQUÍ)

NOTA DE LA ADMINISTRACIÓN: Juan Marsé contestó a este artículo de Juan Goytisolo, que puedes leer AQUÍ

Cercas sobre Cervantes


Don Quijote de la Mancha
es un libro que da mucho miedo a la gente y debería ser todo lo contrario. Es un libro gamberro, divertidísimo, ultrapopular y un best-seller de la época. Solo hay que hacer un pequeñito esfuerzo lingüistico al principio porque la lengua es un poco antigua. Pero en cuanto te acostumbras, descubres un libro maravilloso de una libertad total. Y no lo escribió para los cultos de la época sino para el pueblo llano, que se partía de risa leyendo sus ocurrencias.


JAVIER CERCAS, entrevista de Ana Trasobares en Esquire, Nº 194, Junio 2025, pág. 46.

Schwob sobre Shakespeare


La obra maestra de la literatura moderna, Hamlet, es una novela de aventuras. Observe al principio de la tragedia la misantropía del joven príncipe danés, su enloquecimiento frente a la realidad cruel de la vida, cómo alcanza su apogeo y estalla en una crisis interior. Entonces se le aparece el espectro de su padre, provocando una crisis de los acontecimientos exteriores. En el drama de Shakespeare hay un vaivén de emociones ascendentes y descendentes que se corresponden exactamente con el desarrollo de lo exterior, pero siempre de forma que los movimientos del alma de Hamlet conserven su prioridad y supremacía. Recuerde su crisis de indecisión en el momento que el rey de Noruega pide paso en territorio danés, o sus meditaciones en el cementerio antes aún de saber que es el entierro de Ofelia el que se prepara. La crisis de la emoción parece reclamar la crisis de los hechos, y una explosión es la consecuencia inexorable. Esta tragedia está atestada de crisis interiores y la vida de Hamlet es una sucesión de aventuras. Este es el ejemplo que hay que seguir".


MARCEL SCHWOB, El deseo de lo único, Páginas de Espuma, Madrid, 2012, traducción de Cristian Crusat y Rocío Rosa, pág. 40.

Nabokov sobre Wells


De pequeño, mi escritor favorito era H. G. Wells, un gran artista. Los amigos apasionados, Ann Veronica, La máquina del tiempo, El país de los ciegos... todas ellas novelas mucho mejores que cualquier cosa que pudieran producir Bennett o Conrad, o, de hecho, cualquier contemporáneo de Wells. Sus contemplaciones sociológicas se pueden ignorar sin riesgo de perderse nada, por supuesto, pero sus historias de amor y sus fantasías son sublimes.


VLADIMIR NABOKOV, entrevista de Herbert Gold en 1967 para The Paris Review, recogida en The Paris Review Entrevistas (1953-2012), Acantilado, Barcelona, 2020, págs. 581 y 582.

Jong sobre Sexton


Si muero antes de despertar, antes de que estas palabras aparezcan impresas, que se sepa que he dado instrucciones a mi hija, a mi esposo y a todos mis psiquiatras para que publiquen todos los artículos, transcripciones y cartas que consideren relevantes para mi vida como escritora. No pretendo con ello subvertir la privacidad de nadie, ni que mis instrucciones personales se conviertan en política pública. Soy poeta, no abogada ni legisladora.

Así podría haber escrito Anne Sexton en vísperas de su muerte en 1974, y así escribiría yo, siguiendo su ejemplo.

«Todos escribimos un poema colectivo», le gustaba decir a Anne. «No es mío ni tuyo, sino el poema de Dios». Creía en un río de imágenes compartidas. Y creía que solo somos las voces de un dictado divino.

También creía que su dolor personal solo se redimía compartiéndolo, que su vida solo era valiosa si podía ayudar a otros escribiendo sobre ella. Sabiendo esto, creo que sus hijas y su ex psiquiatra, el Dr. Martin Orne, actuaron en consonancia con su inspiración al decidir poner sus grabaciones de terapia a disposición de su biógrafa, Diane Middlebrook.

Sé que hay quienes temen la pérdida de la privacidad médico-paciente como resultado del ejemplo de Anne Sexton, y comprendo sus temores. Pero este fue un caso muy particular: una poeta que valoraba compartir este río común de metáforas por encima de su propia y estrecha intimidad, una poeta que veía la poesía como una forma de sanación.

Anne Sexton fue una persona excepcional y generosa, tanto como poeta como persona. Durante mucho tiempo, su exceso y franqueza perjudicaron su reputación como crítica. En Francia se dice que los escritores sufren una década de purgatorio crítico tras su muerte. Anne ha soportado casi dos décadas. Ahora, con este nuevo "escándalo", es posible que se la vuelva a leer como la poeta excepcional que es.

Creo que su indiferencia hacia los conceptos tradicionales de privacidad fue parte de lo que le permitió escribir como lo hizo, rastrear la pesadilla hasta su guarida, montar su escoba de bruja hacia la metáfora pura. Como me dijo una vez: «Sí, los poemas son excesivos, pero yo soy una persona excesiva».

Me alegra cualquier controversia que haga que los poemas de Anne se vuelvan a leer. Se lo merecen. Y conociéndola como la conocía, estoy seguro de que habría recibido con agrado estas revelaciones. Para ella misma, claro. No se las habría impuesto a otros contra su voluntad.

Los precedentes sobre la privacidad siempre son controvertidos. ¿Qué control tendrán el Estado, la ley y el bien común sobre lo que sabemos sobre lo que ocurre en la terapia de un poeta, el útero de una mujer o la consulta de un abogado con su cliente? Las nociones de privacidad están cambiando en estos y muchos otros ámbitos.

Ann Sexton creía que cada individuo debía tener la libertad de determinar su propia noción de privacidad. Al igual que Freud, Joyce y Shakespeare, exploró el inconsciente de la única manera posible: utilizando el yo como laboratorio.

Los artistas tienen pocas opciones en este asunto. Su humanidad es su capital, que pueden invertir o derrochar según su musa. Es imposible ser un verdadero poeta y al mismo tiempo adherirse al dios de hojalata del decoro doméstico. El poeta no elige su tema; se entrega a él.

Así que necesitamos saber todo lo posible sobre esa entrega. Si las grabaciones de terapia nos enseñan, y si la poeta y sus herederos las publican, que se escuchen. En cuanto a quienes quieran borrarlas, ¡que borren sus propias grabaciones!

En general, el mundo ha sido más herido por los silencios, las cintas borradas, los discos reescritos y los documentos destruidos que por las revelaciones del corazón.

¿Acaso algunas personas denigran las revelaciones de Anne Sexton por ser mujer? Las revelaciones de las mujeres se consideran invariablemente menos valiosas que las de los hombres. Al fin y al cabo, las mujeres se revelan constantemente y su individualidad a menudo se califica de egoísmo, como si fuera una presunción que una mujer tuviera un yo.

Si el poeta Robert Lowell hubiera dejado estas cintas de terapia, ¿nos alegraríamos o las denunciaríamos? Sospecho que trataríamos sus "restos literarios" con mayor respeto.


ERICA JONG, Anne Sexton's River of Words, The New York Times, 17 de agosto de 1991 (AQUÍ)

Galdós sobre Clarín


[B. Pérez Galdós
Plaza de Colón, 2
Madrid]

24 de febrero, 1885

    Mi querido Clarín:

    A los dos días de escribir la carta (cuya fecha no recuerdo) recibí La Regenta y al instante me puse con ella. Yo leo poco, por falta de tiempo, pues estoy metido en harina hasta los bofes, y solo de noche, entre las sábanas, leo. Me faltan pocas páginas para concluir el tomo y pues V. quiere saber mi opinión voy a hablarle de lo que tanto le interesa. Pero hay mucho que hablar y V. me permitirá que me lo tome con calma.

Si la impresión total de una obra es su verdadera crítica (y V. lo comprenderá seguramente así) yo diré a V. en dos palabras una cosa que V. apreciará en lo que vale. Pues desde que empecé a leer su novela, hasta ahora, los personajes y sucesos de ella me persiguen de tal manera que van conmigo a donde quiera que voy, me acometen desde que abro los ojos, y no me dejan hasta que los cierro. Si yo soñara (y no sueño nunca) soñaría con ellos. Crea V. que su obra la tengo metida entre ceja y ceja, en términos que no me deja vivir, ni trabajar ni pensar en nada que no sea ella. Y vea V. en esto, justamente con las impresiones del lector, las del autor, las del oficio.


BENITO PÉREZ GALDÓS, fragmento de una carta enviada a Clarín el 24 de febrero de 1885, incluida en Galdós: Correspondencia, Biblioteca Avrea, Cátedra, Madrid, 2016, págs. 115 y 116.

Bloom sobre Swift


Yo leo Cuento de una barrica dos veces al año, religiosamente, porque es devastador y por tanto es bueno para mí. La suya es -exceptuando la de Shakespeare- la mejor prosa de la lengua inglesa y es además un correctivo saludable para cualquiera que tenga tendencias visionarias o entusiasmos románticos. El Cuento de una barrica enseña los diferentes usos de la ironía, más necesarios que nunca, para mí no menos que para los demás.

[...]

La fuerza literaria de esta ironía es indiscutible: puede ser conside­rada una parodia del sadismo, ¿pero cómo excluir el sabor del mismo sadismo? Una de las razones por las cuales el Cuento de una barrica nunca deja de sorprendernos es que es uno de los pocos libros absolutamente originales que se ha escrito en inglés. Los dos términos fundamentales y opuestos de los que se ocupa son lo “mecánico” y el “espíritu”, y Swift siente un enorme desprecio por los dos: la máquina representa lo corpóreo, de acuerdo con la designación de Hobbes, y el espíritu es la conciencia, aislada y reducida por Descartes. A Swift le parece que el cuerpo como máquina es primordialmente un productor de excremento y de fluidos sexuales, mientras que el espíritu cartesiano no es más que viento, un vapor dañino. El cristianismo de Swift ha optado por un camino intermedio: la razón y la verdad no nos conducen a la felicidad (una meta muy improbable), sino al orden y a la decencia. Pero, ¡ay!, estos tèrminos han perdido gran parte de su brillo en los tres siglos corridos desde la publicación del Cuento de una barrica. George W. Bush y la Coalición Cristiana no serían ideales swiftianos: él exaltaba la mente, argumento legítimo de su feroz orgullo.

No dejo de leer el Cuento de una barrica porque corrige mis inclinaciones románticas, mi búsqueda del espíritu en la poesía romántica y posromántica. Pero lo recomiendo a todos por su originalidad, su intensidad demoníaca y el esplendor de su prosa. Y dado que lo que preocupa es el genio, porque conozco muy pocas obras en inglés en donde se vea tan claramente esta peligrosa y sorprendente explosión de genio.


HAROLD BLOOM, Genios, Anagrama, Barcelona, 2005, traducción de Margarita Valencia Vargas, págs. 354, 358 y 359.

King, Sallis, Gifford y Guérif sobre Jim Thompson


«Para mí, Big Jim era grande y sigue siéndolo», escribe Stephen King en el prólogo a Aquí y ahora, «porque no le asustaba la fauna que frecuenta los antros ni la mierda que a veces vomitan las cloacas y que los informes sociales suelen disimular». James Sallis lo llama «el Dostoievski del pueblo», y Barry Gifford declara sin ambages: «Nadie ha escrito libros comparables a los suyos.»

Gifford, poeta, novelista y editor, contribuyó en gran medida al resurgimiento de la obra de Thompson, que, paradójicamente, empezó en París en la década de 1980, cuando, tras dar por casualidad con un remanente de sus libros, decidió editarlos de nuevo en su colección Black Lizard. En Francia, fue François Guérif quien le regaló una vida póstuma a nuestro autor, en su opinión «el mayor escritor que haya existido jamás».

«El marco de sus novelas nunca es extraordinario», sigue diciendo Stephen King, «los personajes rara vez tienen una estatura imponente […], los crímenes en sí nunca son excepcionales […] y los criminales, como los de James M. Cain o Shane Stevens, suelen estar metidos en asuntos miserables de pasta y sexo. Pero los libros de Thompson son grandes, de una audacia y una ambición que te dejan sin aliento».


PIERRE LEMAITRE, Diccionario apasionado de la novela negra, Salamandra, Barcelona, 2022, traducción de José Antonio Soriano Marco, págs. 447 y 448.

Ordine sobre Dickinson


There is no Frigate like a Book
To take us Lands away
Nor any Coursers like a Page
Of prancing Poetry –
This Travel may the poorest take
Without oppress of Toll –
How frugal is the Chariot
That bears the Human Soul.
No hay fragata como un Libro
Para llevarnos por esos Mundos
Ni Corceles como una Página
De encabritada Poesía —
Esta Travesía la puede realizar el más pobre
Sin la presión del Peaje —
Qué frugal es la Carroza
Que transporta al Alma Humana.

EL VIAJE MÁS BELLO ES LA LECTURA

Emily Dickinson está en lo cierto: no existe mejor medio para viajar que la literatura. Un libro puede conducirnos a lugares más remotos que cualquier bajel («No hay fragata como un Libro | Para llevarnos por esos Mundos»), del mismo modo que un poema puede hacernos marchar al galope mejor que un caballo de carreras («Ni Corceles como una Página | De encabritada Poesía»). Se trata, en cualquier caso, de viajes que no requieren dinero: a quien desea partir no le es preciso pagar un billete («Esta Travesía la puede realizar el más pobre | Sin la presión del Peaje»). Un libro es una «carroza frugal», simple, austera. Y el alma humana, que no se interesa por la comodidad del vehículo, sino por la aventura del viaje en sí, no dudará en dejarse transportar. En la poesía de Dickinson, sin embargo, el viaje provocado por la lectura no es el único que está en juego. Hay también el viaje que encarna la experiencia misma de la escritura. Y 1775 fragmentos—que componen la obra completa de la poeta estadounidense y que sólo vieron la luz, tras años de existencia manuscrita, con la edición de Thomas H. Johnson publicada en 1955—representan esta necesidad de impulsarse más allá de cualquier confín para explorar los meandros más oscuros y remotos del alma. Precisamente ella—que, en el momento más vivo de su creatividad, entre 1860 y 1865, se recluye en la casa paterna sin traspasar el jardín (en «Dulces montañas, vosotras no me mentís» [«Sweet Mountains — Ye tell Me no lie», 722] se autodefine como la «Monja Rebelde» [«The Wayword Nun»])—hace de sus versos los más eficaces corceles para viajar, sin peaje alguno, por su rico mundo interior y para ver lo que nunca ha visto («Yo nunca vi un Páramo — | Yo nunca vi el Mar — | Pero sé cómo es el Brezo | y qué es una gran Ola», 1052). Sólo la poesía, «una Casa más bella que la Prosa» que tiene «por Techo Eterno | Los Tejados del Cielo», permite a su múltiple «yo» recorrer los espacios infinitos para perderse y reencontrarse («Mi Trabajo — es Éste», 657). Pero también la poesía, como «carta al mundo», está destinada a realizar un viaje: aquel que, en el curso del tiempo, le permitirá dar alcance a sus ignotos destinatarios.


NUCCIO ORDINE, "Emily Dickinson: Ninguna fragata", recogido en Los hombres nunca son islas, Acantilado, Barcelona, 2022, traducción de Jordi Bayod Brau, págs. 163-165.

Pitol sobre Schnitzler


COMO LO quería Freud, la tensión entre Eros y Thanatos es el verdadero motivo de la creación en el caso de Schnitzler. Un estudioso norteamericano descubrió treinta y seis casos de psicosis aguda en las obras de este escritor. A diferencia de Freud, Schnitzler señala la relación de la enfermedad con el tejido social que la recrea y alimenta. La novela y el teatro le deben varias obras maestras, así como una serie de innovaciones que enriquecieron las posibilidades de narrar una historia: el ya mencionado empleo del monólogo interior, por ejemplo, así como el uso del teatro dentro del teatro de un modo decididamente no tradicional. Si El teniente Gustl se anticipó al Ulises de Joyce, también La cacatúa verde se anticipa a los Seis personajes en busca de autor de Pirandello. En ese drama alucinante la realidad permea la representación y la representación se apodera de la realidad...No hay línea divisoria entre los amores y los crímenes reales y los imaginarios, entre la Revolución y el espectáculo revolucionario, entre un trozo de vida y el argumento de una pieza teatral. Todos los segmentos se confunden y se identifican en su búsqueda de la unidad: todo está en todo.


SERGIO PITOL, fragmento de La versión de Schnitzler, recogido en La casa de la tribu, Fondo de Cultura Económica de España, 2006, Madrid, pág. 187.

Savater sobre Canetti


No hay en el pasado siglo una creación fragmentaria o aforística superior en cantidad y calidad a la que dejó Canetti: aún no la conocemos toda, sigue creciendo. Lo que la hace singular es su vocación teórica, alejada de efectos chocantes o humorísticos, de la tentación de deslumbrar. Siempre sostuvo que no hace falta sacar a desfilar el mero ingenio cuando realmente se tiene algo que decir, y por ello su modelo fue el contenido y a veces opaco Joseph Joubert. Para Canetti, el empeño que trocea y dispersa su mensaje es parte precisamente de la batalla contra la muerte, su objetivo principal.


FERNANDO SAVATER, fragmento de Conquistar la inmortalidad, incluido en La música de las letras, Sello Editorial, Barcelona, 2010.

Yourcenar sobre Shikibu


MATTHIEU GALEY: ¿Qué es lo que más le atrajo de esa novela japonesa, el Genghi Monogatari? 
MARGUERITE YOURCENAR: Es una de las más ricas que yo conozca, por la complejidad de los personajes femeninos, y la extraordinaria sutileza del personaje del príncipe Genghi en su relación con sus diferentes mujeres, en su sentido de la variedad de esas personas, de la variedad de sus sentimientos por ellas, y de nuevo estamos unas veces ante el amor compasión, otras veces ante el amor simpatía o el amor juego, de gran estilo, de una civilización que posee todas las artes, además de las del hecho, la poesía, la pintura, la caligrafía, la mezcla de perfumes, y también el contacto con lo invisible. 

MATTHIEU GALEY: ¿A qué podría semejarse en la literatura occidental?
MARGUERITE YOURCENAR: A nada en absoluto. Es de una sutileza increíble, no sólo en la psicología de las relaciones entre hombres y mujeres, sino también en el sentido profundo de la fluctuación de las cosas, del paso del tiempo, del hecho de que los incidentes de estos amores son a la vez trágicos, deliciosos y fugitivos. El comienzo es admirable. El emperador –que ha perdido a su amante, mentalmente torturada por las intrigas de palacio y por sus rivales, ya que además, no pertenecía a ninguno de los clanes todopoderosos de la corte– el emperador entonces, envía a una dama de honor a indagar qué ha ocurrido con la anciana madre de esa mujer, y con el niño que ha tenido de ella. La dama de honor regresa y le describe una casa bastante abandonada, la lluvia que cae dentro de la casa, el jardín desierto, la anciana madre llorosa que no puede explicarse nada, y el niño, por el contrario, alegre, lleno de vida, muy hermoso. Ese sentimiento del paso de las generaciones, de su soledad, y al mismo tiempo de sus lazos a través de la vida y la muerte, es magnífico. Cuando me preguntan quién es la novelista que más admiro, pienso de inmediato en Murasaki Shikibu, con gran respeto y reverencia. Es en verdad la gran escritora, la gran novelista japonesa del siglo XI, es decir, una época en la cual la civilización japonesa estaba en su apogeo. En suma, es el Marcel Proust de la Edad Media nipona; tiene el instinto, el sentido de las variaciones sociales, del amor, del drama humano, de la forma en que los seres se estrellan contra lo imposible. No se ha escrito nada mejor en ninguna literatura.

MATTHIEU GALEY: ¿Y esa literatura la ha influenciado, de una u otra manera?
MARGUERITE YOURCENAR: Por supuesto, nunca escribí nada que se le pareciera. Hubiera debido hallar un tema que permitiera esas variaciones, y el talento de Murasaki es inimitable, pero es seguro que su ejemplo debió afirmar mi sensibilidad. Ese sentido de una pulsación del tiempo distinta a la que habitualmente es la nuestra, ha sido mío desde muy temprano, pero mis temas eran totalmente diferentes, y quizá también mis pensamientos.


MARGUERITE YOURCENAR, Con los ojos abiertos: conversaciones con Matthieu Galey, Plataforma Editorial, 2008, Barcelona, traducción de Elena Berni, págs. 132-134.

Zweig sobre Hoffmann


Más tarde Edgar Allan Poe tomó de Hoffmann lo fantasmal, y algunos franceses su romanticismo; pero hay algo propio y único que E. T. A. Hoffmann ha conservado para siempre: su extraña alegría en la disonancia, en los agudos tonos intermedios; y quien siente la literatura como si fuera música jamás puede olvidar ese timbre peculiar. Siempre hay en él algo de doloroso, el gallo de la voz por sarcasmo y dolor, y hasta en aquellos relatos que sólo pretenden ser alegres o transmitir desenfadadamente ficciones especiales, de repente suena el tono cortante e inolvidable de un instrumento desafinado. Y es que E. T. A. Hoffmann siempre ha sido un instrumento admirable con una pequeña grieta. Creado para la desbordante alegría dionisíaca, para la perspicacia centelleante y embriagadora, para artista modélico, su corazón quedó precozmente oprimido por la presión de la cotidianidad. Nunca, ni una sola vez a lo largo de los años podría explayarse en una obra luminosa y centelleante de alegría. Sólo se le permitieron breves sueños, aunque sueños singularmente inolvidables, que a su vez generan sueños porque se coloran con el rojo de la sangre, el amarillo de la bilis y el negro del terror. Después de un siglo continúan vivos en todas las lenguas, y los personajes fantasmales que le salieron transfigurados al encuentro, desde la niebla de la borrachera o la nube roja de la fantasía, deambulan todavía hoy por nuestro mundo espiritual gracias a su arte. Quien ha resistido la prueba de cien años se ha afianzado para siempre, y E. T. A. Hoffmann pertenece —sin que él, pobre ladrón clavado a la cruz del prosaísmo terrestre, lo pensase nunca— al gremio eterno de los poetas e ilusos, que en la vida que los atormenta se toman la más hermosa venganza señalándole ejemplarmente unas formas más coloristas y polifacéticas de cuanto la realidad alcanza.


STEFAN ZWEIG, fragmento del prólogo a la edición francesa de La princesa Brambilla, París, Attinger, 1929, recogido en El legado de Europa, Acantilado, Barcelona, 2010, traducción de Claudio Gancho, págs. 181 y 182.

Borges sobre Sandburg


Me gusta Sandburg. Desde luego, creo que Whitman es mucho más importante, pero cuando lees a Whitman ves en él a un literato, a un hombre de letras quizá no demasiado culto, que se esfuerza al máximo para escribir de un modo coloquial y que recurre al argot siempre que puede. En Sandburg el argot parece natural. Desde luego, hay dos Sandburg: por una parte, el tipo duro, y por la otra, el poeta de una delicadeza extrema, sobre todo cuando describe paisajes. En ocasiones, cuando describe la niebla, por ejemplo, recuerda a una pintura china. Sin embargo, en otros de sus poemas lo que nos viene a la cabeza son gánsteres, rufianes, esa clase de gente. Pero supongo que Sandburg podía encarnar los dos aspectos, y creo que en ambos casos era igual de sincero: cuando se esforzaba al máximo en ser el mejor poeta de Chicago y cuando escribía en un estilo muy distinto. Otra cosa que me parece extraña en Sandburg es que Whitman —quien, por supuesto, es el padre de Sandburg— está lleno de esperanza, mientras que Sandburg escribe como si hubieran pasado dos o tres siglos. Cuando escribe sobre las fuerzas expedicionarias estadounidenses, o sobre el Imperio, o sobre la guerra, etcétera, lo hace como si fueran cosas muertas y enterradas.


JORGE LUIS BORGES, entrevista de Ronald Christ en 1967 para The Paris Review, recogida en The Paris Review Entrevistas (1953-2012), Acantilado, Barcelona, 2020, pág. 549.