Umbral sobre Unamuno y Valle-Inclán


Todo el 98 podría dividirse en hidalgos y señorucos. Hidalgos son Unamuno y Valle. Señorucos son Baroja y Azorín. Por hidalgo entiendo yo ahora el escritor y el hombre que ha puesto su vida y su obra, ya de entrada, a un nivel alto, de exigencia ética y estética, en conexión directa con las grandes corrientes de la Historia. El escritor que no quiere limitarse a hacer una novela o unos poemas, sino que aspira a sustituir el mundo, según dijimos a propósito de Balzac.

Así, Unamuno, más que a sustituir el mundo, aspira a sustituir a Dios. Esto es una locura tanto si Dios existe como si no, pero es que la literatura de verdad sólo se alimenta de locura y crimen. Lo demás es caligrafía. Valle-Inclán, por su parte, aspira a sustituir todo un idioma, el español, por el suyo propio. He aquí lo descomunal del propósito valleinclanesco, y de donde resultan las otras descomunalidades, dramáticas y personales, del gran escritor. Unamuno no se contenta con menos que ser Dios. Valle no se contenta con menos que ser él el español, todos los españoles que se hablan y escriben en España y América, en la cultura y en la calle.

Estas dos grandes voracidades, la divina y la literaria, hacen grandiosos a don Miguel y don Ramón. Son hombres que han puesto su vida a una aventura absurda y genial. (El precedente de Unamuno, en España, es Santa Teresa; el de Valle, Quevedo).

La genialidad de una obra, pues, es anterior a la obra misma, está en el propósito, en la ambición, en la grandeza con que se concibe esa obra. Todo ello es voluntad de poder, pero es que un escritor sin voluntad de poder se queda en un estilista o en un chismoso. En otros libros he cantado y contado “la escritura perpetua”, que es como llamo a cierto modo de concebir la escritura: la escritura como alienación, la literatura como enfermedad, la literatura como crimen.

Unamuno y Valle son dos ejemplos clásicos de escritura perpetua. Su hidalguía, el ser “hijos de algo”, se la da el que se hacen hijos de su obra, servidores de ella, y de la nobleza y locura del empeño les viene la hidalguía, como a Don Quijote, que es caballero andante antes de echar a andar, es decir, desde el momento en que lo piensa y se lo propone (entiéndase: Cervantes es Cervantes desde el momento en que piensa y ambiciona El Quijote, aunque nunca lo hubiera escrito; el propósito ya vale, en este caso, en estos casos).

Por contraste, Azorín no se propone sustituir el mundo, sino solamente copiarlo con pulcritud y esmero. Y lo consigue, pero de ahí no pasa. Tiene alma de señoruco, porque no aspira a más. Señoruco es el indiano que se contenta con las cuatro perras que le restan de haber hecho las Américas. Azorín hace las Américas de la literatura, saca un capitalito de gloria y le basta. El señoruco del huerto levantino es como si nunca hubiera salido de su pueblo. Lo que mejor explica el estilo de Azorín es esa limitación de propósitos. Escribe corto porque solo va al pueblo de al lado. No tiene prisa ni grandes itinerarios.

Don Pío Baroja parece más vocado y convocado a ganar el mundo, pero lo suyo son viajes de turista pobre. Si Azorín sólo quiere reproducir o caligrafiar el mundo, Baroja sólo quiere zascandilear un poco. Su pesimismo no es grandioso, como el de Nietzsche, porque no hace de él una obra de arte (Cioran, modernamente), sino sólo unos cuantos párrafos de viejo malhumorado (Baroja siempre fue viejo).

La prosa de Baroja es descuidada y torpe porque no es una prosa que se proponga transformar el mundo en texto, sino sólo recoger algunos pintoresquismos de la vida. Paul Valéry dijo que “la sintaxis es una facultad del alma”, y yo lo he repetido mucho. A uno le interesa sobre todo el estilo de un escritor, y no sólo por estética, sino porque en el estilo está la pulsación interior de ese hombre, “la facultad del alma”, la sintaxis de su vida.

Baroja prefiere ser cosmopolita a ser universal, pero le tocó escribir en una época de grandes cosmopolitas (Paul Morand, Blaise Cendrars, etc.) y ni siquiera llega al cosmopolitismo, pues que nunca se integra en los mundos que visita, sino que siempre es el palurdo que se asoma a los grandes escaparates y jamás entra en la tienda. A Baroja le cuadra bien lo que Solana dijo de París: “Se ve que es una ciudad que ha tenido mucho comercio.”


FRANCISCO UMBRAL, Las palabras de la tribu, Planeta, Barcelona, 1994, págs. 53-55.