La Habana para un infante difunto es el libro que más he comprado y regalado a mis amigos cubanos del interior, los mismos que por la razón o sinrazón que sea han decidido, a pesar de los muchos pesares, no abandonar la isla. Cada vez que estuve a punto de volar a Cuba, cuando les pregunté qué necesitaban, casi siempre obtuve (y obtengo todavía) las mismas o parecidas respuestas: "Cuando vengas, no te olvides de mi Habana"; "Si vas a venir, tráeme un par de Habanas"; «Tráeme un Habana de regalito cuando regresas para acá, ¿tú oíste? Oká».
Igualmente confieso que La Habana... es uno de los libros que más he releído en estos últimos años, en los que tanto escribí de Cuba y de La Habana, y no sólo por eso (de modo que me declaro explícito deudor de Cabrera Infante, sin más miramientos), sino por ejercicio de lector compulsivo que encontró, entre las mil maravillas de otros libros, un hallazgo excepcional y por tanto, inolvidable en ese libro habanero de lo más.
Varios secretos a voces se esconden todas las veces en las páginas de La Habana... de Cabrera. En primer lugar, cada ejemplar del libro que circula libre pero secreto –una gran paradoja– dentro de la isla es un ser vivo, rebelde y maduro que respira transformado en fetiche manoseado, deseado y sorbido como una suerte de sujeto sexual inalterable al tiempo y al espacio; un objeto cultural absorbido y leído hasta la saciedad sin provocar el más mínimo hartazgo ni hastío, porque devino en incontestable e intemporal sacralidad de la memoria; un catalizador del alma habanera que, al estar además totalmente prohibido, respira como un mito escondido en las bibliotecas de La Habana. Como un Elegguá que no perece y abre todos los caminos del recuerdo para que la ciudad no se olvide a sí misma, aunque muchos ni la recuerdan ni la conocieron como Cabrera la describe en sus tatuajes literarios. Como que todos saben allí que La Habana... es el espíritu vivo de una memoria que, en su fuero interno, cualquier habanero quiere convertir en la memoria de su propia alma.
En segundo lugar, además de su inmenso valor literario, histórico, musical, sentimental y civil el libro es dentro de Cuba un valor de cambio del más alto y carismático mercurio en el mercado de la vida cotidiana. Un ejemplar de La Habana... de Cabrera puede resolver la supervivencia física de una familia habanera durante una semana: leche condensada, aceite, carne de pollo, huevos, viandas de todo género, pasta de dientes, ropa, luz brillante. Todo sirve para ser intercambiado en la bolsa negra por un fulgurante ejemplar de La Habana... de Cabrera. En tercer lugar, porque es el libro más dañino del más dañino escritor cubano; porque además, por cruel y feliz paradoja –irritante oxímoron–, es el libro más descaradamente deseado y recordado, el más leído y el más admirado en los últimos veinte años a lo largo y ancho de La Habana y toda Cuba, ámbitos legendarios donde la realidad es mucho más subterránea, y sin embargo evidente, que en cualquier otro lugar de nuestros consanguíneos universos culturales.
Fuera de Cuba, con La Habana... de Cabrera Infante ocurre todavía a estas alturas otro tanto de lo mismo: se debate, se discute, se rechaza por las detractores del escritor, se aplaude hasta la extenuación, y ya a carcajadas de salud por quienes lo admiramos, pero sobre todo se lee, nos lee mientras lo leemos, y además no ha dejado de leerse desde el primer instante de su publicación. Sucede con La Habana... algo muy parecido a lo que sucede con algunas bellísimas mujeres de gran clase: conforme avanza el tiempo de la madrugada, cuando ya decae la fiesta de disfraces y los rostros comienzan a exhibirse sin los maquillajes y afeites que mantenían la máscara, esas mujeres van subiendo peldaños en su belleza conforme pasa el tiempo y los años de la fiesta, en lugar de ir perdiendo brillo y fulgor, que es la norma de la gente corriente, incluidas las bellas mujeres que lo son sin dejar de ser corrientes. Porque La Habana... es un libro tan singular que, a lo largo de años de circulación editorial y lectura multitudinaria, se ha transformado en un obligado y admiradísimo referente de la literatura de la lengua española de América, una caja de sorpresas llena de sensualidad sexualidad y memoria personal y colectiva; un libro pleno de musicalidades, visiones, divergencias, sugerencias; equivalencias, exuberancias, maravillas y juegos de toda índole (y no sólo el pun, el juego de palabras).
J.J. ARMAS MARCELO, fragmento del prólogo a GUILLERMO CABRERA INFANTE, La Habana para un infante difunto, El Mundo, Bibliotex, 2001, págs. 5 y 6.