Su voz es incomparable, cada vez más extrema en su percepción de todo, en el filo entre el arrebato poético y el trastorno mental, pero su oído para las otras voces despierta la misma admiración, lo cual es singular en un poeta. En los cuadernos de Tsvietáieva hay una taquigrafía de palabras escuchadas y registradas al instante, voces de gente de cualquier clase y cualquier origen, voces más claras porque casi siempre están despojadas de un contexto preciso: es gente que habla en un tren, o en una oficina sórdida, o en el funeral de alguien que se ha ahorcado; voces que nos llegan como si nosotros las estuviéramos escuchando y también como si sonaran en la conciencia febril de quien no puede dejar de poner oído ni de fijarse en todo. Tsvietáieva decía que ella no escribía, que solo transcribía: transcribía la voz de su conciencia testimonial y poética y las voces de la gente con la que se encontraba. En una época de terribles certezas, decía que le faltaba una concepción del mundo, pero que tenía una gran “sensación del mundo”. En medio de la pobreza y del frío, disfrutaba de un rapto de plenitud que le llevaba a escribir apuntes de poemas en las paredes de su cuarto. Sobrevivió gracias al exilio, al caos de los primeros años de la revolución, pero no al orden sanguinario de la dictadura de Stalin. Murió en la desesperación, ahorcada de una viga en 1941. Triste justicia que su voz sea ahora tan nítida.
ANTONIO MUÑOZ MOLINA, La voz de Marina Tsvietáieva, El País, 13 de febrero de 2016. Todo el artículo AQUÍ