Arenas sobre Lezama Lima


Fue Fina García Marruz quien me dijo que Lezama tenía interés en conocerme; yo nunca me hubiera atrevido a llamarlo, porque me aterrorizaba un hombre tan tremendamente culto. Había conocido a Alejo Carpentier y sufrí una experiencia desoladora ante aquella persona que manejaba datos, fechas, estilos y cifras como una computadora refinada pero, desde luego, deshumanizada. Mi encuentro con Lezama fue completamente diferente; estaba ante un hombre que había hecho de la literatura su propia vida; ante una de las personas más cultas que he conocido, pero que no hacía de la cultura un medio de ostentación sino, sencillamente, algo a lo cual aferrarse para no morirse; algo vital que lo iluminaba y que a su vez iluminaba a todo el que estuviera a su lado. Lezama era esa persona que tenía el extraño privilegio de irradiar una vitalidad creadora; luego de conversar con él, uno regresaba a casa y se sentaba ante la máquina de escribir, porque era imposible escuchar a aquel hombre y no inspirarse. En él la sabiduría se combinaba con la inocencia. Tenía el don de darle un sentido a la vida de los demás.
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La pasión primera de Lezama era la lectura. Tenía además ese don criollo de la risa, del chisme; la risa de Lezama era algo inolvidable, contagioso, que no lo dejaba a uno sentirse totalmente desdichado. Pasaba de las conversaciones más esotéricas al chisme de circunstancias; podía interrumpir su discurso sobre la cultura griega para preguntar si era verdad que José Triana había abandonado la sodomía. Podía también dignificar las cosas más simples convirtiéndolas en algo grandioso.

Virgilio Piñera y Lezama tenían muchas cosas diferentes, pero había algo que los unía y era su honestidad intelectual. Ninguno de los dos era capaz de dar un voto a un libro por oportunismo político o por cobardía, y se negaron siempre a hacerle propaganda al régimen; fueron, sobre todo, honestos con su obra, y honestos con ellos mismos.


REINALDO ARENAS, Antes que anochezca, RBA, Barcelona, 1994, págs. 109 y 110.

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