Cabrera Infante no es un político y estoy seguro de que suscribiría con puntos y comas la frase de Borges: “La política es una de las formas del tedio”. Su oposición a la dictadura cubana tiene una razón más moral y cívica que ideológica –un amor a la libertad más que una adhesión a alguna doctrina partidista– y por eso, aunque en su larga vida de exiliado han salido muchas veces de su pluma y su boca rotundos vituperios contra el castrismo y sus cómplices, siempre ha preservado su independencia, sin identificarse nunca con alguna de las tendencias de la oposición democrática cubana, del interior o del exilio. Pese a ello, durante un par de décadas por lo menos, fue un apestado para gran parte de la clase intelectual de América Latina y de España, sobornada e intimidada por la Revolución cubana. Ello le significó infinitas penalidades y, casi casi, la desintegración. Pero, gracias a su vocación, a su terquedad y, por supuesto, a la maravillosa compañía de Miriam, resistió la cuarentena y el acoso de sus colegas como había resistido el otro exilio, hasta que, a pocos, lo sucedido en el campo político en los últimos años y el cambio de los vientos y las realidades ideológicas, ha ido por fin haciendo posible que su talento sea reconocido en amplios sectores y devolviéndole el derecho de ciudad. El premio Cervantes que se le acaba de conceder no sólo es un acto de justicia para con un gran escritor. Es, también, un desagravio a un creador singular que, por culpa de la intolerancia, el fanatismo y la cobardía, ha pasado más de la mitad de su vida viviendo como un fantasma y escribiendo para nadie, en la más irrestricta soledad.
MARIO VARGAS LLOSA, Sables y utopías, Alfaguara, Madrid, 2009, págs. 434 y 435.
