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Finkielkraut sobre Camus


Se considera a Camus por lo general como uno de nuestros grandes humanistas. La realidad que desvela El primer hombre es muy diferente y mucho más original. Camus es uno de los escasos pensadores del siglo XX que le ha puesto límites al imperio de la Historia, es decir, del Hombre. Contrariamente a las grandes filosofías del sujeto o a las de la estructura, le concedió un lugar esencial a algo más que al Hombre en el mundo de los hombres. La tierra humana no se reduce a los dispositivos humanos, a la sucesión de códigos culturales o a la variedad de las formas sociales. Existen las tradiciones y existen las rupturas, existen los actos de los hombres y sus consecuencias en la inercia de la materia. Existe asimismo algo que no depende ni de la praxis ni de lo práctico-inerte y que Argelia le descubrió a Camus: cuando empieza a redactar El primer hombre, ya es demasiado tarde para reivindicar los derechos históricos sobre aquel país; queda el inextirpable patriotismo, el nexo que lo une a la realidad argelina en la que no muerde la Historia. En esa memoria viva del mar, del sol, de los paisajes, encuentra la fuerza necesaria para resistir no a la marcha de las cosas, desde luego, sino al espíritu historicista del tiempo.

Lo más emocionante e incluso lo más trágico que tiene El primer hombre no es tanto, quizá, que no esté acabado sino su carácter inaugural. Camus volvía sobre sus pasos y, simultáneamente, se desprendía de sí mismo, de la pompa que le reprochaba Sartre y del despojamiento demasiado concertado de la escritura blanca. Su prosa se metamorfoseó, con el fin de restituir cuanto fuera posible la presencia física del mundo del que había salido. Camus murió justo cuando estaba naciendo literariamente a una vida nueva.


ALAIN FINKIELKRAUT, fragmento de "Aquí están los míos, mis maestros, mi linaje...": Lectura de El primer hombre, de Albert Camus, incluido en Un corazón inteligente, Alianza Editorial, Madrid, 2010, traducción de Elena M. Cano e Íñigo Sánchez-Paños, págs. 97 y 98.

Finkielkraut sobre Kundera


La obra de arte, decía en esencia Alain, no figura en la categoría de lo útil. Si pretendemos juzgar su valor, debemos preguntarnos, por lo tanto, no para qué puede servirnos sino de qué automatismo de pensamiento nos libera. La novela de Kundera, La broma, arruinó en mí la idea triunfal de que la vida —tanto individual como colectiva— es una novela y que la filosofía consiste en ampliar a dimensiones de historia universal la intriga del Conde de Montecristo.

[...] Cuando se publicó la novela de Kundera en París, en 1968, nosotros, contestatarios, le dedicamos una acogida entusiasta. Y como, en el preciso momento en que la leíamos, nos veíamos confrontados a las imágenes sobrecogedoras del aplastamiento de la Primavera de Praga, alineamos con toda naturalidad La broma bajo el estandarte de la gran revolución mundial contra la Represión. Al desafiar, en nombre del derecho al placer, las convenciones sociales, las instituciones políticas y el principio de rentabilidad, nos identificamos con las desdichas de Ludvik y lo celebramos como si fuera uno de los nuestros. Con todo nuestro agradecimiento, ocultamos el hecho, sin embargo flagrante, de que era una víctima no del Estado o sistema, sino del ardor insurrecto. La violencia que se había abatido sobre él era socialista, y aquel socialismo venía del calor. El galanteador travieso no fue excomulgado por un monstruo frío, fue tachado de anatema por una muchedumbre en fusión.


ALAIN FINKIELKRAUT, fragmento de Solo temblando se abandona el cuerdo a la risa: Lectura de La Broma, de Milan Kundera, incluido en Un corazón inteligente, Alianza Editorial, Madrid, 2010, traducción de Elena M. Cano e Íñigo Sánchez-Paños, págs. 13, 15 y 16.