La obra de arte, decía en esencia Alain, no figura en la categoría de lo útil. Si pretendemos juzgar su valor, debemos preguntarnos, por lo tanto, no para qué puede servirnos sino de qué automatismo de pensamiento nos libera. La novela de Kundera, La broma, arruinó en mí la idea triunfal de que la vida —tanto individual como colectiva— es una novela y que la filosofía consiste en ampliar a dimensiones de historia universal la intriga del Conde de Montecristo.
[...] Cuando se publicó la novela de Kundera en París, en 1968, nosotros, contestatarios, le dedicamos una acogida entusiasta. Y como, en el preciso momento en que la leíamos, nos veíamos confrontados a las imágenes sobrecogedoras del aplastamiento de la Primavera de Praga, alineamos con toda naturalidad La broma bajo el estandarte de la gran revolución mundial contra la Represión. Al desafiar, en nombre del derecho al placer, las convenciones sociales, las instituciones políticas y el principio de rentabilidad, nos identificamos con las desdichas de Ludvik y lo celebramos como si fuera uno de los nuestros. Con todo nuestro agradecimiento, ocultamos el hecho, sin embargo flagrante, de que era una víctima no del Estado o sistema, sino del ardor insurrecto. La violencia que se había abatido sobre él era socialista, y aquel socialismo venía del calor. El galanteador travieso no fue excomulgado por un monstruo frío, fue tachado de anatema por una muchedumbre en fusión.
ALAIN FINKIELKRAUT, fragmento de Solo temblando se abandona el cuerdo a la risa: Lectura de La Broma, de Milan Kundera, incluido en Un corazón inteligente, Alianza Editorial, Madrid, 2010, traducción de Elena M. Cano e Íñigo Sánchez-Paños, págs. 13, 15 y 16.