García Márquez sobre Rimbaud


En realidad, alguien me había dicho que Rimbaud era un muchachito grosero, mal educado y arbitrario. Sin embargo, tal vez la lectura de uno o dos poemas suyos me había hecho olvidar aquella noticia, hasta el día de ayer en que mi admirado colega Puck volvió a desenterrarla, por cierto que con muy nobles propósitos defensivos. Y confieso que hasta ese momento estuve seguro, a fuerza de pensar en él como en uno de los más grandes poetas de todos los tiempos, de que Rimbaud era una especie de ángel de la guarda de aquel cojo genial que se llamó Verlaine, cuya pierna estirada sigue arrastrando aún, como el fantasma de una pata milenaria por todos los rincones de la literatura francesa. Tenía noticia de que cuando Rimbaud era un lampiño adolescente, cuando el viejo Hugo se iba a los parques a dejar que todos los niños fueran a acariciar su barba, según confiesa él mismo en uno de sus versos otoñales, el abuelo Verlaine llegaba cojeando a su mesa, un poco paternalmente satisfecho de que el joven Rimbaud le derramara en la sopa todo el contenido del salero o le retirara el asiento cuando se disponía a sentarse, para divertirse gratuita y degeneradamente con la lógica voltereta. En aquel tiempo -como en el actual- la broma del asiento es ya, en quien la practica, un síntoma de primitivismo, de degeneración y hasta de algo más que resulta positivamente impublicable. Pero de allí a negar que Rimbaud era un extraordinario poeta es tan absurdo como creer que la sola insensatez de retirar el asiento donde se va a sentar una persona inteligente, basta para que el autor de esa insensatez sea, siquiera, un poeta mediocre. Porque no se puede confiar mucho en la lógica de los asientos.

Puck tiene veintiocho centímetros de razón –que es exactamente la longitud de su nota aparecida ayer– cuando afirma que Rimbaud puede ser un excelente huésped del infierno, sin que ello altere en lo más mínimo su altísima jerarquía de poeta. Pero yo deseo advertir, al margen, que no cualquier escribidor de malos versos y publicador de insignificantes libros, podrá crear el misterioso y pávido universo de un Bateau Ivre con sólo comprobar públicamente que es un exquisito profesional de la grosería. Esto, que podría parecer tonto como advertencia, tiene, en realidad, su importancia en los actuales momentos. Tal vez se sepa alguna vez por qué lo digo y por qué, además, lo he dicho un poco tardíamente.


GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ, Sobre Rimbaud y otros…, Textos costeños: Obra periodística, 1 (1948-1952), Penguin Random House Grupo Editorial España, 2015