UNA plateada tarde de junio. Una tarde de junio en París, hace veintitrés años. Estoy de pie en el patio del Palais Royal, escrutando sus ventanales y preguntándome cuál de ellos pertenece al apartamento de Colette, la Grande Mademoiselle de las letras francesas. Y sigo consultando mi reloj, pues a las cuatro tengo una cita con esa artista legendaria, una invitación a tomar el té que amablemente me ha conseguido Jean Cocteau después de que yo le dijera, con juvenil torpeza, que Colette era el único autor francés vivo que merecía todo mi respeto, y eso excluía a Gide, Genet, Camus y Montherlant, por no hablar del propio Cocteau. Desde luego, sin la generosa intervención de este último, jamás habría sido invitado a conocer a la gran mujer, pues yo no era más que un joven escritor americano que solo había publicado un libro, Otras voces, otros ámbitos, del que ella nunca había oído hablar.
TRUMAN CAPOTE, fragmento de La Rosa Blanca (1970), incluido en Los perros ladran, Anagrama, Barcelona, 1999, traducción de Damián Alou.