Como el descubrimiento del amor, como el descubrimiento del mar, el descubrimiento de Dostoievski marca una fecha memorable de nuestra vida. Suele corresponder a la adolescencia, la madurez busca y descubre a escritores serenos. En 1915, en Ginebra, leí con avidez Crimen y castigo, en la muy legible versión inglesa de Constance Garnett. Esa novela cuyos héroes son un asesino y una ramera me pareció no menos terrible que la guerra que nos cercaba. Busqué una biografía del autor. Hijo de un cirujano militar que murió asesinado, Dostoievski (1821-1881) conoció la pobreza, la enfermedad, la cárcel, el destierro, el asiduo ejercicio de las letras, los viajes, la pasión del juego y, ya en el término de sus días, la fama. Profesó el culto de Balzac. Envuelto en una vaga conspiración, fue condenado a muerte. Casi al pie del patíbulo, donde habían sido ejecutados sus compañeros, la sentencia fue conmutada, pero Dostoievski cumplió en Siberia cuatro años de trabajos forzados, que nunca olvidaría.
Estudió y expuso las utopías de Fourier, Owen y Saint-Simon. Fue socialista y
paneslavista. Yo había imaginado que Dostoievski era una suerte de gran Dios
insondable, capaz de comprender y justificar a todos los seres. Me asombró que
hubiera descendido alguna vez a la mera política, que discrimina y que condena.
Leer un libro de Dostoievski es penetrar en una gran ciudad, que ignoramos, o en
la sombra de una batalla. Crimen y castigo me había revelado, entre otras cosas, un
mundo ajeno a mí. Inicié la lectura de Los demonios y algo muy extraño ocurrió.
Sentí que había regresado a la patria. La estepa de la obra era una magnificación de la
Pampa. Varvara Petrovna y Stepan Trofimovich Verjovenski eran, pese a sus
incómodos nombres, viejos argentinos irresponsables. El libro empieza con alegría,
como si el narrador no supiera el trágico fin.
En el prefacio de una antología de la literatura rusa Vladimir Nabokov declaró
que no había encontrado una sola página de Dostoievski digna de ser incluida. Esto
quiere decir que Dostoievski no debe ser juzgado por cada página sino por la suma de
páginas que componen el libro.
JORGE LUIS BORGES, prólogo a Los demonios, incluido en su Biblioteca personal, Alianza Editorial, Madrid, 1997.