En Viena se podía asistir a conferencias muy interesantes sobre prosa y poesía alemanas modernas. Se podía leer las obras de los jóvenes iconoclastas de las artes y de las letras, el más atrevido de los cuales era Nietzsche. La magia de su lenguaje, la belleza de su visión, me transportaron a alturas insospechadas. Deseaba devorar cada línea de sus escritos, pero era demasiado pobre para comprarlos. Afortunadamente, Grossmann estaba surtido de Nietzsche y otros modernos.
Para poder leer tenía que privarme de necesarias horas de sueño; pero ¿qué era el esfuerzo físico comparado con el éxtasis que me provocaba Nietzsche? El fuego de su espíritu, el ritmo de su canción hacían que la vida fuera más rica, más plena, más maravillosa. Quería compartir estos tesoros con mi amado, y le escribía largas cartas describiéndole el nuevo mundo que había descubierto.
[...]
Una noche estábamos reunidos en el bar de Justus para una fiesta de despedida; James Huneker estaba presente, y un joven amigo nuestro, P. Yelineck, un pintor de talento. Empezaron a discutir sobre Nietzsche. Yo tomé parte en la discusión, expresando mi entusiasmo por el gran filósofo-poeta y extendiéndome sobre la impresión que su obra me había causado. Huneker estaba sorprendido. «No sabía que te interesara algo que no fuera la propaganda», señaló. «Eso es porque no sabes nada sobre anarquismo —contesté—, si no, te darías cuenta de que abarca cada aspecto de la vida y de la lucha y que socava los viejos y gastados valores». Yelineck afirmó que era anarquista porque era un artista; sostenía que todos los creadores debían ser anarquistas porque necesitaban campo de acción y libertad para expresarse. Huneker insistía en que el arte no tenía nada que ver con ningún ismo. «El mismo Nietzsche es la prueba de ello —argumentaba—, es un aristócrata, su ideal es el superhombre porque no siente fe ni simpatías hacia la gente común». Señalé que Nietzsche no era un teórico social, sino un poeta, un rebelde, un innovador. Su aristocracia no era ni de nacimiento ni de patrimonio; era de espíritu. Dije que en ese sentido Nietzsche era un anarquista y que todos los verdaderos anarquistas eran aristócratas.
Entonces habló Ed. Su voz sonaba fría y forzada, y yo sentía la tempestad oculta tras ella.
—Nietzsche es un imbécil —dijo—, un hombre con una mente enferma. Desde su nacimiento estaba destinado a la idiotez que finalmente le dominó. Caerá en el olvido en menos de una década, lo mismo que otros seudomodernos. Son unos contorsionistas comparados con la verdadera grandeza del pasado.
—¡Pero no has leído a Nietzsche! —objeté acaloradamente—. ¿Cómo puedes hablar sobre él?
—¡Oh, sí!, le he leído —replicó—, leí hace tiempo esos estúpidos libros que trajiste del extranjero.
Me quedé estupefacta. Huneker y Yelineck empezaron a discutir con Ed, pero yo estaba demasiado herida para continuar la discusión.
EMMA GOLDMAN, Viviendo mi vida, Fundación de estudios libertarios, 2015, traducción de Antonia Ruiz Cabezas.