Más tarde Edgar Allan Poe tomó de Hoffmann lo fantasmal, y algunos franceses su romanticismo; pero hay algo propio y único que E. T. A. Hoffmann ha conservado para siempre: su extraña alegría en la disonancia, en los agudos tonos intermedios; y quien siente la literatura como si fuera música jamás puede olvidar ese timbre peculiar. Siempre hay en él algo de doloroso, el gallo de la voz por sarcasmo y dolor, y hasta en aquellos relatos que sólo pretenden ser alegres o transmitir desenfadadamente ficciones especiales, de repente suena el tono cortante e inolvidable de un instrumento desafinado. Y es que E. T. A. Hoffmann siempre ha sido un instrumento admirable con una pequeña grieta. Creado para la desbordante alegría dionisíaca, para la perspicacia centelleante y embriagadora, para artista modélico, su corazón quedó precozmente oprimido por la presión de la cotidianidad. Nunca, ni una sola vez a lo largo de los años podría explayarse en una obra luminosa y centelleante de alegría. Sólo se le permitieron breves sueños, aunque sueños singularmente inolvidables, que a su vez generan sueños porque se coloran con el rojo de la sangre, el amarillo de la bilis y el negro del terror. Después de un siglo continúan vivos en todas las lenguas, y los personajes fantasmales que le salieron transfigurados al encuentro, desde la niebla de la borrachera o la nube roja de la fantasía, deambulan todavía hoy por nuestro mundo espiritual gracias a su arte. Quien ha resistido la prueba de cien años se ha afianzado para siempre, y E. T. A. Hoffmann pertenece —sin que él, pobre ladrón clavado a la cruz del prosaísmo terrestre, lo pensase nunca— al gremio eterno de los poetas e ilusos, que en la vida que los atormenta se toman la más hermosa venganza señalándole ejemplarmente unas formas más coloristas y polifacéticas de cuanto la realidad alcanza.
STEFAN ZWEIG, fragmento del prólogo a la edición francesa de La princesa Brambilla, París, Attinger, 1929, recogido en El legado de Europa, Acantilado, Barcelona, 2010, traducción de Claudio Gancho, págs. 181 y 182.