Grossman sobre Mandelstam


Los poemas de Mandelstam son espléndidos. Son la esencia misma de la poesía, la música de las palabras. Tal vez incluso demasiado. A veces pienso que la poesía del siglo XX, a pesar de todo su esplendor, no tiene tanta humanidad ni pasión como la que impregna la gran poesía del siglo XIX. Como si la poesía se hubiera trasladado de una panadería a una joyería y los grandes joyeros hubiesen sustituido a los grandes panaderos. Quizá por ello la obra de algunos extraordinarios poetas contemporáneos es tan complicada: con esa complejidad se defienden del metro de platino de París, la medida de todas las cosas y almas.

Pero hay una música encantadora en los poemas de Mandelstam, y algunos de ellos se cuentan entre lo mejor que se escribió en ruso después de la muerte de Aleksandr Blok. Confieso, por lo demás, que Blok no es mi ídolo, él tampoco coció el sagrado pan de centeno, que es la única medida verdadera de las almas y de las cosas. En sus versos abunda lo que no fue creado por las manos divinas del panadero, sino por el arte sofisticado del joyero. No obstante, algunos de sus poemas, algunos de sus versos individuales, figuran entre lo mejor que se escribió tras la muerte de Pushkin y Lérmontov. Aunque Mandelstam no fuera capaz de soportar sobre sus hombros la inmensa carga de la tradición poética rusa, es un poeta genuino y maravilloso. Hay un abismo entre él y quienes se fingen poetas.


VASILI GROSSMAN, Que el bien os acompañe, Galaxia Gutenberg, 2019, traducción de Marta Rebón.