Para mí resulta difícil imaginar al Cabrera Infante joven, al hijo de comunistas, al director de Lunes de Revolución, al agregado cultural, al nómada que en los años setenta y ochenta estableció su pequeño gobierno rebelde —la inteligencia cubana en el exilio—, dispuesto a vencer a la Historia. Pero leo sus novelas y cuentos entre líneas, rastreo en la magia verbal y en la artillería lingüística de Tres tristes tigres o La Habana para un Infante difunto las claves de una batalla estética que combate y complementa las de Carpentier o Lezama y de una querella ética que lo liga con Cervantes y el Quijote. Porque para Cabrera el lenguaje no era sólo un instrumento de lucimiento o un desafío lingüístico, el lugar para sembrar bromas —bombas verbales— o continuar la disolución del sentido iniciada por Joyce, sino la única forma de oponerse a la brutalidad del mundo.
Cada vez que Cabrera Infante ideaba un retruécano o se aventuraba en un nuevo juego de palabras, desafiaba a la realidad, se oponía a ella y, sin alharacas ni declaraciones fastuosas, animaba a los demás a modificarla. Aunque quizás él jamás lo hubiese admitido, su incontinencia lúdica aspiraba a transformar el mundo. Su inmensa libertad creativa era una apuesta y una cruzada interna, un duelo con la desmemoria. Sus palabras desmesuradas, violentas, acerbas, cáusticas eran el reverso del habla de los políticos, de la retórica comunista y de la tosca sintaxis de Castro.
Es una lástima que Guillermo no vaya a ver concluida su obra, que no observe de cerca la caída final del déspota ni celebre su derrota en una fiesta animada por boleros. No constituye ningún consuelo pensar que él supiese que a la postre, de manera póstuma, habría de vencer a su enemigo. Pero al menos es posible imaginar que sus palabras corrosivas, sus frases envenenadas y sus trampas lingüísticas llegarán antes que nadie a La Habana cuando se anuncie el fin de la dictadura.
JORGE VOLPI, fragmento nº 3 de El humo de la memoria, recogido en Mentiras contagiosas, Editorial Páginas de Espuma, Madrid, 2008, págs. 189-190.