Umbral sobre Neruda


Pablo Neruda (sin duda el más grande poeta en castellano, con Quevedo) tiene hoy una vigencia que no es la de su poesía política ni la de su poesía romántica, modernista o vanguardista (aunque en todo se le lea mucho), sino la de su reencuentro con la vida de hoy viernes, con la realidad difícil y soleada de las semanas, su abrazo con el hombre medio, que vuelve de comprar el pan, su repartir sosiego entre las herramientas y la sangre, porque la voz de Neruda es como la hora del almuerzo, la sirena del descanso en la obra. Ahora que feneció su comunismo oficial, nos queda su comunismo real, vivido y vividero, la poesía que levantó a partir de lo sencillo y común, porque en esto viene a coincidir con el hombre de hoy, que también profesa la mística de las cosas, la frecuentación de fin de semana con los perros, los pocos burros que quedan, y las palabras rurales, con temperatura de amistad.

Es el Neruda más verdadero/duradero. Ni el panfleto de guerra ni el amor violento de los románticos aprendido en francés. Lo suyo es más bien (lo que hoy conmemoramos) todo lo que sale en sus odas elementales, un franciscanismo laico, un recuerdo adánico e inspirado de las cosas del mundo. Neruda está en la juventud ecologista y en la vejez dulcemente panteísta del ocio ilustrado.

Como su maestro Quevedo, anduvo entre los vivos y los muertos, para luego quedarse en el término medio, en la civil memoria, en el hombre que trabaja y juega, en el trabajo gustoso y el ocio que huele a manzanas locas y hierba recién segada. Porque la vida no es sino ese término medio, ese materialismo nada histórico, más bien periódico. Neruda acaba con la poesía pura, la negra excursión al sueño y las mitologías del siglo. Neruda es este mediodía con colegialas de entre semana, palomas de barro purísimo y perros adoradores del sol. Por eso le sentimos tanto.


FRANCISCO UMBRAL, Diario político y sentimental, Planeta, Barcelona, 1999, págs. 413 y 414.