Trapiello sobre Unamuno


BUSCANDO un dato para el libro sobre Cervantes, he abierto hoy un tomo de las obras completas de Unamuno. Son ocho, en cuarto, con una tipografía menuda y apretada, del 9 al 11, quizá, con 1.500 páginas cada uno. Apabullan como una gran ciudad, hoy devorada por la selva. ¿Quién leerá lo que don Miguel escribió de don Quijote, quién sus Andanzas y visiones españolas maravillosas?

Era una raza superior de hombres y escritores. Unamuno tuvo ocho o nueve hijos, dio clases toda su vida, iba al Casino de Salamanca a perder el tiempo y a hablar de política municipal, venía al Ateneo de Madrid, epistolaba con medio mundo. Se le tenía por el hombre más leído y culto de Europa, de vez en cuando le nombraban rector o le destituían, y de vez en cuando le mandaban cinco o seis años al destierro, estaba al tanto de lo que publicaba la prensa italiana, francesa, alemana e inglesa, encontraba tiempo para pasear por la carretera vieja de Zamora y escribir, durante los últimos diez años de su vida, un poema diario, sin desatender naturalmente los compromisos con los periódicos nacionales y americanos. Encuentra uno esta tarde especialmente dulces muchas de esas páginas. Venía para una consulta de unos minutos, y me he quedado tres horas. Como cuando sale uno a comprar una aguja a la mercería de la esquina, baja, y la vida lo leva por ahí, de un lado para otro, como el trozo de corcho de un naufragio a lomos de las olas. Mi amado Unamuno, tan imperfecto, tan discutible e intratable, tan distinto a todos, incluso, naturalmente, de uno mismo, pero siempre tan disponible. Ni siquiera le reprocha uno que no tuviera sentido del humor. De haberlo tenido habría sido como Chesterton. Pero era un hombre triste. Por eso hoy, casi sesenta años después de su muerte, aún puede conmovernos tanto o más que su inteligencia, su talante melancólico y solitario.


ANDRÉS TRAPIELLO, Salón de pasos perdidos, 7. Una caña que piensa, Pre-textos, Valencia, 1998, págs. 314 y 315.