En la constelación de los genios, Joyce es una luminaria deslumbrante y el padre de todos nosotros. (Excluyo a Shakespeare porque no hay epíteto humano que no le quede pequeño). Leí a Joyce por primera vez en un librito editado por T. S. Eliot que me compré de segunda mano en los muelles de Dublín, por cuatro peniques. Antes había leído muy pocos libros, casi todos desbordantes y exóticos. Yo era entonces una farmacéutica en ciernes que soñaba con escribir. Y de pronto me encontraba con Los muertos y con una parte del Retrato del artista adolescente que me dejaron atónita, no sólo por el embrujo del estilo, sino también por lo verosímiles que eran, porque era vida. Luego, algo más tarde, me puse a leer el Ulises, pero era muy joven todavía y no pude superar los obstáculos, era algo demasiado inaccesible, demasiado masculino para mí, aparte del famoso fragmento de Molly Bloom. Ahora pienso que Ulises es el libro más divertido, brillante, intrincado y desaburrido que he leído nunca. Lo cojo cada vez que se me ocurre, leo unas cuantas páginas y es como si me hubieran hecho una transfusión de cerebro. Su carácter intimidatorio ni siquiera se plantea: Joyce está más allá de toda frontera, más allá de todos nosotros, «en las remotas Azores», como podría haber dicho él.
EDNA O'BRIEN, entrevistada por Philip Roth en 1984 y recogido en El oficio: un escritor, sus colegas y sus obras, DeBolsillo, 2009, traducción de Ramón Buenaventura.