El trato con Ferlosio, interrumpido luego por mi exilio voluntario a París, tuvo para mí aquellos tiempos un valor y significado importantes: en ameno contraste con la suficiencia, vanidad y exhibicionismo de la mayoría de sus colegas, mostraba con el ejemplo que uno podía ser un escritor serio sin necesidad de tomarse en serio a sí mismo. Solitario, excéntrico, lleno de humor e ironía, profesaba un desprecio absoluto al énfasis teatral o ampulosa gravedad de los figurones de turno. Sus opiniones literarias, siempre sinceras y descondicionadas, no dudaban en impugnar las ideas corrientemente admitidas: me acuerdo muy bien del día en que, al oírnos citar a Castellet y a mí La colmena como paradigma de novela objetiva, explotó de repente para decir que Cela era un autor tiránico que no concedía a sus personajes ni siquiera el derecho de respirar. Su análisis no era hipotético e impropio como el nuestro: con El Jarama ya en marcha, sabía muy bien lo que se decía. Por encima de todo, Ferlosio encarnaría para mí al creador resuelto a vivir la literatura como una condena o gracia y no como un ganapán o medio de hacer fortuna. Su mudez posterior –tan parecida a la que afectaría a su vez a Genet– confirmaría esta concepción suya de la escritura como un acaecimiento extremadamente aleatorio y grave –bello e imprevisto como el hecho de enamorarse–, algo cuya experiencia impone a quien la vive la obligación de callarse si, abandonado súbitamente por el don, no quiere incurrir en el imperdonable delito común de la grafomanía. Frente a la polución verbal de la producción editorial ordinaria, la fuerza moral de candar el pico y tragarse las propias palabras es y será una conmovedora manifestación de fidelidad personal a una vivencia, gozada y sufrida por el escritor como una lenta y suave devoración: nuevo y desgarrado Prometeo que, a la porfía obstinada del águila, no puede ofrecerle ya la carnada de su hígado milagrosamente rehecho.
JUAN GOYTISOLO, Coto vedado, Seix Barral, Barcelona, 1985, págs. 220 y 221.