Calvino sobre Defoe


Tan alejado de la hinchazón del siglo XVII como del colorido patético que tomará la narrativa inglesa del XVIII, el lenguaje de Defoe (y aquí la primera persona del marinero-comerciante capaz de alinear en columna como en un libro mayor incluso lo «malo» y lo «bueno» de su situación, y de llevar una contabilidad aritmética de los caníbales muertos, resulta ser un expediente poético, aun antes que práctico) es de una sobriedad, de una economía que, a semejanza del estilo «de código civil» de Stendhal, podríamos definir como «de relación comercial». Como una relación comercial o un catálogo de mercancías y herramientas, la prosa de Defoe es desnuda y al mismo tiempo detallada hasta el escrúpulo. La acumulación de detalles intenta persuadir al lector de la verdad del relato, pero expresa también de manera inmejorable el sentimiento de la importancia de cada objeto, de cada operación, de cada gesto en la situación del náufrago (así como en Moll Flanders y en el Coronel Jack el ansia y la alegría de la posesión se expresarían en la lista de objetos robados). Minuciosas hasta el escrúpulo son las descripciones de las operaciones manuales de Robinson: cómo excava su casa en la roca, la rodea de una empalizada, construye una barca que después no consigue transportar hasta el mar, aprende a modelar y a cocer vasijas y ladrillos. Por este empeño y placer en referir las técnicas de Robinson, Defoe ha llegado hasta nosotros como el poeta de la paciente lucha del hombre con la materia, de la humildad, dificultad y grandeza del hacer, de la alegría de ver nacer las cosas de nuestras manos. Desde Rousseau hasta Hemingway, todos los que nos han señalado como prueba del valor humano la capacidad de medirse, de lograr, de fracasar al «hacer» una cosa, pequeña o grande, pueden reconocer en Defoe a su primer maestro. 


ITALO CALVINO, Por qué leer los clásicos, Tusquets, Barcelona, 1992, traducción de Aurora Bernárdez.