Papini sobre la literatura clásica española


Decidí estudiar las literaturas más próximas a la mía, las literaturas neolatinas. Pero estudiarlas a fondo con el decidido propósito de escribir su historia paralela y determinado a enseñarlas en lo futuro. Y héteme aquí convertido en un romanista encarnizado, lector de revistas filológicas, intérprete de manuscritos, oyente de cursos especiales y gran consultor de manuales y bibliografías. En aquel entonces estudié bastante metódicamente las literaturas francesa e italiana desde sus orígenes, pero la que más me atrajo fue la menos conocida: la española. Ya mucho antes había estudiado el castellano en una gramática de tres sueldos, y había traducido algunas escenas del Mágico prodigioso, de Calderón, pero entonces tomé como modelo los libros de Amador de los Ríos y de Ticknor, rebusqué los textos más antiguos, desde el fuero de Ávila hasta los últimos romances, fantaseé acerca del Mysterio de los Reyes Magos, me enamoré del Poema del Cid, me convertí en un especialista de fray Gonzalo de Berceo y me adentré en la sabrosa agudeza del arcipreste de Hita. Y no me detuve aquí: vi y leí en parte todos los volúmenes de la biblioteca Rivadeneyra; descubrí manuscritos catalanes, castellanos y portugueses; aprendí casi a fondo el español antiguo, estudié ediciones críticas; al no poder procurarme los libros transcribí obras enteras, y finalmente -conclusión eterna y nueva derrota- decidí abandonar la historia comparada de las literaturas romances para limitarme a un perfecto manual de historia de la literatura española.

También de esto escribí los primeros capítulos: me remonté a los íberos, a los romanos, seguí las vicisitudes de los godos, la invasión de los árabes, la aparición del nuevo vulgar y pude llegar hasta los primeros documentos. Pero la narración se interrumpió en plena crítica del Poema del Mío Cid. Otras ideas y otros estudios habían llamado mi atención, aunque nada tenían que ver con la erudición. La literatura española fue mi última aventura de recopilador y de hombre docto.


GIOVANNI PAPINI, Un hombre acabado, Argos Vergara, Barcelona, 1977, traducción de Vicente Santiago, págs. 33 y 34.