Poco antes de Un chien andalou, una disensión superficial nos separó a Federico y a mí durante algún tiempo. Luego, como andaluz, susceptible, creyó, o fingió creer, que la película era contra él. Decía:
–Buñuel ha hecho una película así (gesto de los dedos), se llama Un chien andalou, y el perro (chien) soy yo.
En 1934, nos habíamos reconciliado totalmente. Aunque yo encontraba a veces que se dejaba sumergir por un número demasiado grande de admiradores, pasábamos juntos largos ratos. Frecuentemente, acompañados por Ugarte, subíamos a mi “Ford” para relajarnos durante unas horas en la soledad gótica de El Paular. El lugar se hallaba en ruinas, pero seis o siete habitaciones, muy escasamente amuebladas, estaban reservadas a las Bellas Artes. Se podía incluso pasar la noche en ellas, a condición de llevar un saco de dormir. El pintor Peinado –con el que, cuarenta años más tarde, volvería a encontrarme por casualidad en este mismo lugar– acudía con frecuencia al mismo monasterio desierto.
Era difícil hablar de pintura y poesía cuando sentíamos aproximarse la tempestad. Cuatro días antes del desembarco de Franco, García Lorca –que no podía apasionarse por la política– decidió de pronto marcharse a Granada, su ciudad. Yo intenté disuadirle, le dije:
–Se están fraguando auténticos horrores, Federico. Quédate aquí. Estarás mucho más seguro en Madrid.
Otros amigos ejercieron presión sobre él, pero en vano. Partió muy nervioso, muy asustado.
El anuncio de su muerte fue una impresión terrible para todos nosotros.
De todos los seres vivos que he conocido, Federico es el primero. No hablo de su teatro ni de su poesía, hablo de él. La obra maestra era él. Me parece, incluso, difícil encontrar alguien semejante. Ya se pusiera al piano para interpretar a Chopin, ya improvisara una pantomima o una breve escena teatral, era irresistible. Podía leer cualquier cosa, y la belleza brotaba siempre de sus labios. Tenía pasión, alegría, juventud. Era como una llama.
Cuando lo conocí, en la Residencia de Estudiantes, yo era un atleta provinciano bastante rudo. Por la fuerza de nuestra amistad, él me transformó, me hizo conocer otro mundo. Le debo más de cuanto podría expresar.
Jamás se han encontrado sus restos. Han circulado numerosas leyendas sobre su muerte, y Dalí –innoblemente– ha hablado incluso de un crimen homosexual, lo que es totalmente absurdo. En realidad, Federico murió porque era poeta. En aquella época, se oía gritar en el otro bando: “¡Muera la inteligencia!”.
LUIS BUÑUEL, Mi último suspiro, Mondadori, Barcelona, 1982, traducción de Ana Mª de la Fuente, págs. 183 y 184.