En Goethe se daba la perfecta armonía entre la personalidad y el genio, tal como se exige a los hombres extraordinarios. Su porte era tan imponente como la palabra que late en sus obras. Su apariencia también era armoniosa, límpida, alegre y de proporciones nobles y se podía estudiar en él el arte griego como en una estatua antigua. Ese cuerpo majestuoso nunca dejó que la cristiana humildad de gusano le bajara la cerviz; su semblante jamás se descompuso por la contrición cristiana; sus ojos no se nublaron por la timidez del pecador cristiano ni se entornaron devotamente ni se alzaron, trémulos, al cielo. No; su mirada era serena como la de un dios. Después de todo, es característico de los dioses que su mirada sea fija y sus ojos no vacilen inseguros. Cuando Agni, Varuna, Yama e Indra adoptaron la figura de Nata en la boda de Damajant, ella reconoció a su amado por el parpadeo de sus ojos, pues, como ya he dicho, los ojos de los dioses siempre son inmóviles. También los ojos de Napoleón tenían este atributo y por eso estoy convencido de que era un dios. La mirada de Goethe permanecía tan divina en su ancianidad como en su juventud. El paso del tiempo cubrió su cabeza de nieve, pero no logró agacharla. Siempre la mantuvo erguida y orgullosa; su figura crecía al hablar y cuando tendía la mano, parecía poder tocar el cielo con los dedos y señalar a las estrellas el camino que debían seguir. Algunos creen haber descubierto un frío gesto deegoísmo en su boca, mas este rictus es también propio de los dioses inmortales, sobre todo del padre de ellos, del gran Júpiter, con el que ya he parangonado antes a Goethe. De veras, cuando lo visité en Weimar y estuve frente a él, aparté instintivamente la mirada para ver si a su vera no había un águila con el pico lleno de rayos. Estuve a punto de hablarle en griego, pero al darme cuenta de que entendía alemán, le conté en este idioma que las ciruelas de los árboles que festonean el camino de Jena a Weimar son un regalo para el paladar. ¡Cuántas largas noches de invierno había pasado yo reflexionando en todo lo sublime y profundo que diría a Goethe, si lo viera alguna vez! Y cuando finalmente lo vi, le dije que las ciruelas sajonas son un regalo para el paladar. Y Goethe sonrió. Sonrió con los mismos labios que habían besado a la bella Leda, a Europa, a Dánae, a Sémele y a tantas otras princesas o también a ninfas ordinarias.
HEINRICH HEINE, fragmento de "La escuela romántica", incluido en Ensayos, Ediciones Akal, Madrid, 2016, traducción de Sabine Ribka.