Una mañana, camino de la Malvarrosa, Cernuda me hizo partícipe de lo siguiente: el mito de la antigüedad que prefería era el de Apolo persiguiendo a la ninfa Dafne que, al ser alcanzada, se convertía en otra cosa, en laurel; al hombre se le transforma, en sus manos, todo lo que ve, lo que posee; no consigue nunca sino apresar algo distinto de aquello que anhelantemente buscó. Penetrado por el estilete de esta última intuición, el suceso clásico adquiría una fatalidad reinante que no daba pie a ninguna esperanza. Y dejo de ello testimonio por lo que decisivo parece ofrecernos para el profundo conocimiento del hombre y del artista. Mis relaciones con él se mantuvieron, en todo momento, correctas y gratas; incluso pareció que iban camino de ser amistosas. Luego nos han distanciado los acontecimientos, los años, la tierra y el océano; desconozco si algún elemento más. Mientras tanto Cernuda se ha convertido plenamente en lo que ya era incipientemente para muchos: el máximo poeta español de su tiempo; un poeta que a sus coterráneos les ha de venir cuesta arriba tener que aceptar, más que por lo que les fustiga, por lo que les rebasa.
JUAN GIL-ALBERT, fragmento de Ficha conmemorativa, recogido en Homenaje a Luis Cernuda, La Caña Gris, Renacimiento, 2002, págs. 26 y 27.