En Lucrecio coinciden el poeta, el filósofo y el científico. Es lo que se requiere para redactar miles de versos en latín, crear nociones, pasar del griego a esta lengua tan poco hecha para pensar, aclimatar el epicureísmo a los cielos de Campania o de Roma, afinar la doctrina del Jardín y formularla para el espacio itálico y la época imperial, inaugurar tal vez una serie de novedades técnicas para continuar y desarrollar el atomismo abderita, y además de todo eso, teorizar sobre los meteoros, la constitución de la materia, la genealogía de los fenómenos geológicos. El saber de este hombre y su competencia no parecen tener límites.
Semejante espíritu enciclopédico es una muestra de lo que puede ser la acumulación de todos los saberes de una época en el cerebro de un solo y mismo individuo. De ahí que esta inteligencia –¡esta configuración particular de átomos!– suponga destacarse por igual en la imaginación, la razón y la intuición. Deducir los átomos a partir de la observación, concluir la existencia de partículas invisibles a partir de una manifestación visible, vaciar el cielo de sus ocupantes ilegítimos con la única fuerza de la demostración y la razón, conjurar los miedos y las angustias con el mero poder de la argumentación, todo eso requiere un filósofo de gran formato: lo sublime poético de un René Char, el pensamiento exuberante y barroco de un Gilles Deleuze y el saber científico de un Einstein, ¡todo en una misma obra! Imagínese la teoría de la relatividad expuesta por una pluma de filósofo inspirada por el genio de un poeta… El resultado mueve permanentemente al asombro.
MICHEL ONFRAY, Las sabidurías de la antigüedad, Anagrama, Barcelona, 2007, traducción de Marco Aurelio Galmarini, pág. 263.