Fernán-Gómez sobre Buero Vallejo


Historia de una escalera
les pilló a algunos, como a mi amigo, en ascensores que no llevaban a ningún piso. En unos años, los cuarenta, en los que el teatro podía ser frívolo, inverosímil, cómico, humorístico, poético, sentimental, pero nunca realista, un joven escritor volvía por los fueros no sólo de lo real, sino de lo cotidiano; y nos recordaba a todos, a los demás autores, a los cómicos, a los empresarios, a la crítica, al público, que el teatro podía ser de la ética más exigente, la que no tiene más juez que uno mismo.

De entonces en adelante, durante su firmísima carrera, a lo largo de los oscuros cuarenta años, no han sido estas dos sorpresas los únicos méritos del teatro de Antonio Buero Vallejo, sino también -y reconocidos por todos o casi todos- el relacionar a los personajes y los conflictos de sus dramas con la circunstancia histórica que atravesaba el país, aunque a veces se viera obligado a hacerlo de modo alegórico; la reactualización del teatro de ideas ibseniano cuando las ideas en el escenario se consideraban despreciables o eran peligrosas; la creación de personajes característicos de la sociedad contemporánea cuando esa sociedad no tenía espejo en el que contemplarse; el rigor, la convicción, la seriedad con que trataba no sólo los problemas ideológicos, sino los de conducta y responsabilidad -frente a él, Lorca, Valle-Inclán, los Quintero, Arniches, Casona, incluso el moralista Benavente, parecen unos desvergonzados, dicho sea en el mejor sentido, en el más alegre, festivo y frívolo de la palabra-; el constante cuidado de la teatralidad, sabedor de que la densidad del contenido no libra al autor de la eficacia de la forma.

De entre sus muchos méritos, algunos de los cuales habré olvidado en esta rápida enumeración, para mí es destacable este último: el respeto a lo que despectivamente se llama -o se llamaba; hoy el término está algo en desuso- "carpintería teatral". El ayer Lope de Vega y hoy Cervantes no ha olvidado nunca que el teatro no debe hacerse contra el público, sino a su favor o, mejor dicho, buscando su favor. Es muy propio de filósofos y profesores desdeñar, cuando afrontan la composición de una obra dramática, "la ordenación de los acontecimientos", que Aristóteles consideraba primordial en este género de poesía; incluso el mantener, por la secuencia de peripecias, prendida la atención del público y creer que éste, resignado, debe prestar atención a sus profundas reflexiones sin más ni más, relegando a segundo o último término la aventura de los personajes, su angustia, su agonía.

Buero Vallejo, como un viejísimo hombre de teatro, sabe desde su primera juventud que al espectador -o a la atención del espectador- hay que tenerle clavado en la butaca, y que para conseguirlo es lícito recurrir a las más innobles artimañas, incluso a las de folletín. Pueden sacarse a escena malvados, asesinos, ciegos, torturadores, niños abandonados, mujeres indefensas, opresores, enfermos, muertos, documentos falsos, siempre que sea para que la atención del espectador no se nos escape. Melodrama y folletín son primos hermanos.

Este mérito de Buero que yo destaco ha sido considerado por algunos como defecto: el recurso al folletín, al melodrama. Yo lo he considerado siempre como uno de sus más grandes aciertos. Folletín dieron a los proletarios del siglo XIX Victor Hugo y Eugenio Sue cuando consideraron necesario ayudarlos a tomar conciencia de su situación, de sus problemas, de la manera de resolverlos. Folletín dan hoy a nuestra sociedad de consumo los guionistas, productores, directores de las series televisivas americanas como Falcon Crest y similares. Pero así como los folletinistas del siglo XIX llevaron con sus intrigas, su sentimentalismo y su grandilocuencia al proletariado de París a las barricadas, los guionistas, productores, directores de las actuales series americanas de televisión van a llevar a los espectadores a la boutique de la esquina.

Ése es, en mi modesta opinión, el mérito definitivo de Buero Vallejo. Él ha utilizado el melodrama, el folletín, no para llevar al espectador a una tienda de modas, sino al laberinto de su conciencia.


FERNANDO FERNÁN-GÓMEZ, Impresiones y depresiones, Planeta, Barcelona, 1987, págs. 96 y 97.