Sontag sobre Borges


12 de junio de 1996,

Querido Borges:

Dado que siempre colocaron a su literatura bajo el signo de la eternidad, no parece demasiado extraño dirigirle una carta. (Borges, son diez años.) Si alguna vez un contemporáneo parecía destinado a la inmortalidad literaria, ese era usted. Usted era en gran medida el producto de su tiempo, de su cultura, y, sin embargo, sabía cómo trascender su tiempo, su cultura, de un modo que resulta bastante mágico. Esto tenía algo que ver con la apertura y la generosidad de su atención. Era el menos egocéntrico, el más transparente de los escritores... así como el más artístico. También tenía algo que ver con una pureza natural de espíritu. Aunque vivió entre nosotros durante un tiempo bastante prolongado, perfeccionó las prácticas de fastidio e indiferencia que también lo convirtieron en un experto viajero mental hacia otras eras. Tenía un sentido del tiempo diferente al de los demás. Las ideas comunes de pasado, presente y futuro parecían banales bajo su mirada. A usted le gustaba decir que cada momento del tiempo contiene el pasado y el futuro, citando (según recuerdo) al poeta Browning, que escribió algo así como "el presente es el instante en el cual el futuro se derrumba en el pasado". Eso, por supuesto, formaba parte de su modestia: su gusto por encontrar sus ideas en las ideas de otros escritores.

Esa modestia era parte de la seguridad de su presencia. Usted era un descubridor de nuevas alegrías. Un pesimismo tan profundo, tan sereno como el suyo no necesitaba ser indignante. Más bien, tenía que ser inventivo... y usted era, por sobre todo, inventivo. La serenidad y la trascendencia del ser que usted encontró son, para mí, ejemplares. Usted demostró de qué manera no es necesario ser infeliz, aunque uno pueda ser completamente perspicaz y esclarecido sobre lo terrible que es todo. En alguna parte usted dijo que un escritor –delicadamente agregó: todas las personas– debe pensar que cualquier cosa que le suceda es un recurso. (Estaba hablando de su ceguera.)

Usted fue un gran recurso para otros escritores. En 1982 –es decir, cuatro años antes de morir (Borges, son diez años)– dije en una entrevista: "Hoy no existe ningún otro escritor viviente que importe más a otros escritores que Borges. Muchos dirían que es el más grande escritor viviente... Muy pocos escritores de hoy no aprendieron de él o lo imitaron". Eso sigue siendo así. Todavía seguimos aprendiendo de usted. Todavía lo seguimos imitando. Usted le ofreció a la gente nuevas maneras de imaginar, al mismo tiempo que proclamaba, una y otra vez, nuestra deuda con el pasado, por sobre todo con la literatura. Usted dijo que le debemos a la literatura prácticamente todo lo que somos y lo que fuimos. Si los libros desaparecen, desaparecerá la historia y también los seres humanos. Estoy segura de que tiene razón. Los libros no son solo la suma arbitraria de nuestros sueños y de nuestra memoria. También nos dan el modelo de la autotrascendencia. Algunos piensan que la lectura es solo una manera de escapar: un escape del mundo diario "real" a uno imaginario, el mundo de los libros. Los libros son mucho más.

Lamento tener que decirle que la suerte del libro nunca estuvo en igual decadencia. Son cada vez más los que se zambullen en el gran proyecto contemporáneo de destruir las condiciones que hacen la lectura posible de repudiar el libro y sus efectos. Ya no está uno tirado en la cama o sentado en un rincón tranquilo de una biblioteca, dando vuelta lentamente las páginas bajo la luz de una lámpara. Pronto, nos dicen, llamaremos en "pantallas-libros" cualquier "texto" a pedido, y se podrá cambiar su apariencia, formular preguntas, "interactuar" con ese texto. Cuando los libros se conviertan en "textos" con los que "interactuaremos" según los criterios de utilidad, la palabra escrita se habrá convertido simplemente en otro aspecto de nuestra realidad televisiva regida por la publicidad. Este es el glorioso futuro que se está creando –y que nos prometen– como algo más "democrático". Por supuesto usted y yo sabemos, eso no significa nada menos que la muerte de la introspección... y del libro.

Por esos tiempos no habrá necesidad de una gran conflagración. Los bárbaros no tienen que quemar los libros. El tigre está en la biblioteca. Querido Borges, por favor entienda que no me da placer quejarme. Pero ¿a quién podrían estar mejor dirigidas estas quejas sobre el destino de los libros –de la lectura en sí– que a usted? (Borges, son diez años.) Todo lo que quiero decir es que lo extrañamos. Yo lo extraño. Usted sigue marcando una diferencia. Estamos entrando en una era extraña, el siglo XXI. Pondrá a prueba el alma de maneras inéditas. Pero, le prometo, algunos de nosotros no vamos a abandonar la Gran Biblioteca. Y usted seguirá siendo nuestro modelo y nuestro héroe.


SUSAN SONTAG, Todas las lecciones de un maestro, Clarín, traducción de Claudia Martínez.

Zadie Smith sobre Foster Wallace


Wallace no es para todo el mundo, pero sí para mí. Mi punto ciego en mi propio trabajo es "el mal que hacen los hombres". Creo que sé una cosa o dos sobre la forma en que la gente ama, pero no sé nada sobre el odio, la psicosis, la crueldad. O tal vez no tengo las agallas para admitir que sí. Wallace escribe brillantemente sobre hombres horribles y mujeres horribles y la cultura horrible que los produce. Leer a Wallace por primera vez, también, fue sentir la horrible revelación de un talento mucho más grande que el mío. Puedes aceptarlo cuando la competencia son personas muertas, es más difícil cuando están vivas. La prosa de Wallace me ha traído tanta envidia como alegría a lo largo de los años. Me hace ser más ambiciosa. 


ZADIE SMITH, La estantería de libros de Zadie Smith: Breves entrevistas con hombres horribles, de David Foster Wallace, publicado en Oprah Magazine (AQUÍ)

Mistral sobre Neruda


RECADO SOBRE PABLO NERUDA

Pablo Neruda, a quien llamamos, en el escalafón consular de Chile, Ricardo Reyes, nos nació en la tierra de Parral, a medio Llano Central, en el año 1904, al que siempre contaremos como de Natividades verídicas. La ciudad de Temuco le tiene por suyo y alega el derecho de haberle dado las infancias que “imprimen carácter” en la criatura poética. Estudió Letras en nuestro Instituto Pedagógico de Santiago y no se convenció de la vocación docente, común en los chilenos. Algún Ministro que apenas sospechaba la cosa óptima que hacía, lo mandó en misión consular al Oriente a los veintitrés años, poniendo mucha confianza en esta brava mocedad. Vivió entre la India Holandesa y Ceylán y en el Océano Indico, que es una zona muy especial de los Trópicos, tomó cinco años de su juventud, trabajando su sensibilidad como lo hubiesen hecho veinte años. Posiblemente las influencias mayores caídas sobre su temperamento sean esas tierras oceánicas y supercálidas y la literatura inglesa, que él conoce y traduce con capacidad prócer.

Antes de dejar Chile, su libro “Crepusculario” le había hecho cabeza de su generación. A su llegada de provinciano a la capital, él encontró un grupo alerta, vuelto hacia la liberación de la poesía, por la reforma poética, de anchas consecuencias, de Vicente Huidobro, el inventor del Creacionismo.

La obra de los años siguientes de Neruda acaba de ser reunida con un precioso esmero por la editorial española Cruz y Raya, en dos muy dignos volúmenes que se llaman “Residencia en la Tierra”. La obra del capitán de los jóvenes ofrece, desde la cobertura, la gracia no pequeña de un título agudo.

“Residencia en la Tierra” dará todo gusto a los estudiosos, presentándoles una ligazón de documentos donde seguir, anillo por anillo, el desarrollo del formidable poeta. Con una actitud de lealtad a sí mismo y de entrega entera a los extraños, él ofrece, en un orden escrupuloso, desde los poemas -amorfos e iniciales- de su segunda manera hasta la pulpa madura de los temas de la Madera, el Vino y el Apio. Se llega por jalones lentos hasta las tres piezas ancladamente magistrales del trío de las materias. Recompensa cumplida: los poemas mencionados valen no sólo por una obra individual; podrían también cumplir por la poesía entera de un pueblo joven.

Un espíritu de la más subida originalidad hace su camino buscando eso que llamamos “la expresión”, y el logro de una lengua poética personal. Rehúsa las próximas, es decir, las nacionales: Pablo Neruda de esta obra no tiene relación alguna con la lírica chilena. Rehúsa también la mayor parte de los comercios extranjeros; algunos contactos con Blake, Whitman, Milosz, parecen coincidencias temperamentales.

La originalidad del léxico en Neruda, su adopción del vocablo violento y crudo, corresponde en primer lugar a una naturaleza que por ser rica es desbordante y desnuda, y corresponde en segundo lugar a cierta profesión de fe antipreciosista. Neruda suele asegurar que su generación de Chile se ha liberado gracias a él del neogongorismo del tiempo. No sé si la defensa del contagio ha sido un bien o un mal; en todo caso la celebraremos por habernos guardado el magnífico vigor del propio Neruda.

Imaginamos que el lenguaje poético de Neruda debe hacer el escándalo de quienes hacen poesía o crítica a lo “peluquero de señora”.

La expresividad contumaz de Neruda es una marca de idiosincrasia chilena genuina. Nuestro pueblo está distante de su grandísimo poeta y, sin embargo, él tiene la misma repulsión de su artista respecto a la lengua manida y barbilinda. Es preciso recordar el empalagoso almacén lingüístico de “bulbules”, “cendales”, y “rosas”‘ en que nos dejó atollados el modernismo segundón, para entender esta ráfaga marina asalmuerada con que Pablo Neruda limpia su atmósfera propia y quiere despejar la general.

Otro costado de la originalidad de Neruda es la de los temas. Ha despedido las empalagosas circunstancias poéticas nuestras: crepúsculos, estaciones, idilios de balcón o de jardín, etc. También eso era un atascamiento en la costumbre empedernida, es decir, en la inercia, y su naturaleza de creador quema cuanto encuentra en estado de leño y cascarones. Sus asuntos deben parecer antipáticos a los trotadores de senderitos familiares: son las ciudades modernas en sus muecas de monstruosas criaturas; es la vida cotidiana en su grotesco o su mísero o su tierno de cosa parada o de cosa usual; son unas elegías en que la muerte, por novedosa, parece un hecho no palpado antes; son las materias, tratadas por unos sentidos inéditos que sacan de ellas resultados asombrosos, y es el acabamiento, por putrefacción, de lo animado y de lo inanimado. La muerte es referencia insistente y casi obsesionante en la obra de Neruda, el cual nos descubre y nos entrega las formas más insospechadas de la ruina, la agonía y la corrupción.

Pocos sabores españoles se sacarán de la obra de Neruda, pero hay en ella esta vena castellanísima de la obsesión morbosa de la muerte. El lector atropellado llamaría a Neruda un antimístico español. Tengamos cuidado con la palabra mística, que sobajeamos demasiado y que nos lleva frecuentemente a juicios primarios. Pudiese ser Neruda un místico de la materia. Aunque se trata del poeta más corporal que pueda darse (por algo es chileno), siguiéndole paso a paso, se sabe de él esta novedad que alegraría a San Juan de la Cruz: la materia en la que se sumerge voluntariamente, le repugna de pronto y de una repugnancia que llega hasta la náusea. Neruda no es un adulador de la materia, aunque tanto se restriega en ella; de pronto la puñetea, y la abre en res como para odiarla mejor… Y aquí se desnuda un germen eterno de Castilla.

Su aventura con las Materias me parece un milagro puro. El monje hindú, lo mismo que M. Bergson, quieren que para conocer veamos por instalarnos realmente dentro del objeto. Neruda, el hombre de operaciones poéticas inefables, ha logrado en el canto de la Madera este curioso extrañamiento en la región inhumana y secreta.

El clima donde el poeta vive la mayor parte del tiempo con sus fantasmas habrá que llamarlo caliginoso y también palúdico. El poeta, eterno ángel abortado, busca la fiebre para suplirse su elemento original. Ha de haber también unos espíritus angélicos de la profundidad, como quien dice, unos ángeles de caverna o de fondo marino, porque los planos de la frecuentación de Neruda parecen ser más subterráneos que atmosféricos, a pesar de la pasión oceánica del poeta.

Viva donde viva y lance de la manera que sea su mensaje, el hecho de contemplar y respetar en Pablo Neruda es el de la personalidad. Neruda significa un hombre nuevo en la América, una sensibilidad con la cual abre otro capítulo emocional americano. Su alta categoría arranca de su rotunda diferenciación.

Varias imágenes me levanta la poesía de Neruda cuando dejo de leerla para sedimentarla en mí y verla tomar en el reposo una existencia casi orgánica. Esta es una de esas imágenes: un árbol acosado de líneas y musgos, a la vez quieto y trepidante de vitalidad, dentro de su forro de vidas adscriptas. Algunos poemas suyos me dan un estruendo tumultuoso y un pasmo de nirvana que sirve de extraño sostén a ese hervor.

Las facultades opuestas y los rumbos contrastados en la criatura americana se explican siempre por el mestizaje; aquí anda como en cualquier cosa un hecho de sangre. Neruda se estima blanco puro, al igual del mestizo común que, por su cultura europea, olvida fabulosamente su doble manadero. Los amigos españoles de Neruda sonríen cariñosamente a su convicción ingenua. Aunque su cuerpo no dijese lo suficiente el mestizaje, en ojo y mirada, en la languidez de la manera y especialmente del habla, la poesía suya, llena de dejos orientales, confesaría el conflicto, esta vez bienaventurado, de las sangres. Porque el mestizaje, que tiene varios aspectos de tragedia pura, tal vez sólo en las artes entraña una ventaja y da una seguridad de enriquecimiento. La riqueza que forma el aluvión emotivo y lingüístico de Neruda, la confluencia de un sarcasmo un poco brutal con una gravedad casi religiosa, y muchas cosas más, se las miramos como la consecuencia evidente de su trama de sangres española e indígena. En cualquier poeta el Oriente hubiese echado la garra, pero el Oriente ayuda sólo a medias y más desorienta que favorece al occidental. La arcilla indígena de Neruda se puso a hervir al primer contacto con el Asia. “Residencia en la Tierra” cuenta tácitamente este profundo encuentro. Y revela también el secreto de que cuando el mestizo abre sin miedo su presa de aguas se produce un torrente de originalidad liberada. Nuestra imitación americana es dolorosa; nuestra devolución a nosotros mismos es operación feliz.

Ahora digamos la buena palabra americanidad. Neruda recuerda constantemente a Whitman mucho más que por su verso de vértebras desmedidas por un resuello largo y un desenfado de hombre americano sin trabas ni atajos. La americanidad se resuelve en esta obra en vigor suelto, en audacia dichosa y en ácida fertilidad.

La poesía última (ya no se puede decir ni moderna ni ultraísta) de la América, debe a Neruda cosa tan importante como una justificación de sus hazañas parciales. Neruda viene, detrás de varios oleajes poéticos de ensayo, como una marejada mayor que arroja en la costa la entraña entera del mar que las otras dieron en brazada pequeña o resaca incompleta.

Mi país le debe favor extraordinario: Chile ha sido país fermental y fuerte. Pero su literatura, muchos años regida por una especie de Senado remolón que fue clásico con Bello y seudoclásico después, apenas si en uno u otro trozo ha dejado ver las entrañas ígneas de la raza, por lo que la chilenidad aparece en las Antologías seca, lerda y pesada. Neruda hace estallar en “Residencia” unas tremendas levaduras chilenas que nos aseguran porvenir poético muy ancho y feraz.

Abril, 1936


GABRIELA MISTRAL, Recado sobre Pablo Neruda, Lisboa, 1936, recogido en la Revista Altazor (AQUÍ)


Dostoyevski sobre Cervantes


¡Ah, estamos hablando de un gran libro, no de esos que se escriben en nuestros días! Libros así sólo se le conceden a la humanidad cada varios siglos. Y en cada página de ese libro se encuentran observaciones sobre los aspectos más profundos de la naturaleza humana. Señalemos al menos el siguiente hecho: ese Sancho, personificación del sentido común, de la prudencia, de la astucia y del justo medio, acaba convirtiéndose en amigo y compañero del hombre más loco del mundo. ¡Precisamente él y no otro! Todo el tiempo está embaucándolo y engañándolo como a un niño, y a la vez está plenamente convencido de su gran inteligencia, le conmueve en lo más íntimo su grandeza de alma, cree a pies juntillas en todos los sueños fantásticos del gran caballero y ni una sola vez pone en duda que acabará entregándole una ínsula. ¡Cuán de desear sería que nuestra juventud conociera a fondo esas grandiosas producciones de la literatura universal! No sé lo que enseñan ahora en las clases de literatura, pero el conocimiento de ese libro, el más grande y más triste de cuantos ha creado el genio humano, elevaría sin duda el alma de los jóvenes merced a la grandeza de su pensamiento, despertaría en su corazón profundos interrogantes y contribuiría a apartar su espíritu de la adoración del eterno y estúpido ídolo de la mediocridad, la fatuidad autosatisfecha y la insulsa sensatez. El hombre no olvidará llevar consigo ese libro, el más triste de todos, el día del Juicio Final. Mostrará el más profundo y fatal misterio del hombre y de la humanidad, revelado por ese libro. Mostrará que la más sublime belleza del hombre, su más sublime pureza, su castidad, su inocencia, su gentileza, su valentía y, por último, su inteligencia más sublime, más de una vez (ay, por desgracia muy a menudo) se pierden sin haber reportado ningún beneficio a la humanidad, convirtiéndose incluso en objeto de burlas, simplemente porque todos estos nobilísimos y preciadísimos dones, que tan a menudo se conceden al hombre, no se acompañan del don más importante; a saber, el genio necesario para dominar toda la riqueza y el poder de esos dones, y para distinguir y encauzar todo su potencial hacia una actividad juiciosa, no fantástica y descabellada, que redunde en bien de la humanidad.


FIÓDOR DOSTOIEVSKI, Diario de un escritor, Alba Editorial, Barcelona, 2007, traducción de Víctor Gallego Ballestero.

Monsiváis sobre Garro


Elena Garro fue y sigue siendo una gran escritora. Los recuerdos del porvenir es una de las mejores novelas de este siglo mexicano. Y ahí están presentes la perspicacia, la inteligencia, el instinto poético, la destreza narrativa, la capacidad de crear personajes que en alguna medida son al mismo tiempo metáforas de un paisaje onírico. Si en relación verdadera con el realismo mágico atenida a su creencia fervorosa en la poesía, Elena Garro describe esa provincia mexicana dividida por la guerra cristera y la delimita utilizando los rencores de las pasiones amorosas y la belleza que a pesar de la guerra continúa, su libro de cuentos La Semana de siete colores es excelente y en especial La culpa es de los tlaxcaltecas es un obra maestra. Las siguientes novelas de Elena Garro no poseen la fuerza ni la convicción de Los recuerdos del porvenir, aunque es muy interesante Andamos huyendo Lola, pero aun en sus momentos más débiles siempre hay fragmentos de gran vigor expresivo; como dramaturga es de primer orden y sólo la equiparo con Sergio Magaña. Un hogar sólido y Felipe Angeles son en verdad dos obras notables. Quizá la parte más débil de su obra sean las memorias y su libro sobre la Guerra de España no es convincente. Si hay necesidad de un resumen de su vida, diré que fue una persona difícil y contradictoria y siempre una gran escritora, y ése es el legado incesante de Elena Garro.


CARLOS MONSIVÁIS, Elena Garro, La Jornada, domingo 23 de agosto de 1998.

Tolstói sobre Chéjov


Me quedo mirándolo: Tolstói camina con presteza y animadamente, atisba la lejanía con las manos atrás.

–Chéjov… Chéjov fue un artista incomparable… Sí, sí… Incomparable… Un artista de la vida… Y la virtud de su obra estriba en que es clara y afín no solo para cualquier ruso, sino para cada persona en general… Y esto es lo más importante… Hace poco leí un libro de un autor alemán, en el que un joven desea hacerle a su novia un regalo muy especial, y decide regalarle libros. ¿Sabe de quién? De Chéjov. Porque lo consideraba el más grande de los escritores conocidos… Me parece muy justo. Cuando lo leí quedé sorprendido…

–Chéjov tomaba de la vida lo que veía –continúa diciendo Tolstói–, independientemente del contenido de lo que veía. Pero si él tomaba algo, lo transmitía a un mismo tiempo de manera extremadamente simbólica y comprensible, clara hasta la nimiedad… Lo que lo ocupaba en el momento de la escritura, él lo rehacía hasta los últimos detalles. Era sincero, y eso es una gran virtud; escribía sobre lo que veía y cómo lo veía… ¡Y gracias a esa sinceridad, logró crear formas inéditas, en mi opinión, completamente nuevas en el mundo de la escritura, como no he encontrado igual en ninguna parte! Su lengua es una lengua insólita. Recuerdo cuando comencé a leerlo por primera vez, me pareció un tanto extraño, “desaliñado”; pero tan pronto como lo leí con atención, su escritura me atrapó… Sí, gracias a ese “desaliño”, o no sé cómo llamarle, es que Chéjov atrapa de un modo excepcional y, con exactitud involuntaria, le implanta a uno en el alma maravillosas imágenes artísticas.

Miro a Lev Nikoláevich y me río sin ganas, ya que sobre su propia escritura podría hablar con la misma convicción, casi con fastidio… Con sorpresa me dirige una mirada.

–Perdone, Lev Nikoláevich –me apresuro a explicarle el motivo de mi risa–. Es que precisamente esta es una de las características suyas: ¡escribir plenamente de una manera nueva, sencilla y, gracias a ello, atrapar por entero al lector!

–¡No, no! –responde Tolstói con enfado y sacude la cabeza–. Le repito que las nuevas formas las creó Chéjov y, alejado de cualquier falsa modestia, afirmo que por la técnica él, Chéjov, es mucho mejor que yo. Es un escritor único en su género.

–¿Y Maupassant? –me atrevo a proponerle.

–¿Maupassant? –repite–. Sí, tal vez… Para mí es complicado dar a alguno de ellos preferencia… ¿Ha escrito lo que digo?

Todo el tiempo me observa con atención para darme la posibilidad de apuntar en mi libreta sus palabras.

–¿Ya anotó? Quiero decirle además que en Chéjov hay todavía una peculiaridad muy especial: es uno de aquellos raros escritores que, como Dickens, Pushkin y algunos otros, se puede releer muchas, muchas veces. Lo sé por experiencia propia…

Temo volverlo a enojar y por eso ya no le digo nada, pero pienso: “Otra vez esa es una de sus propias características… ¿La guerra y la paz, Anna Karenina, quién de nosotros no las ha releído una decena de veces?”

Y Tolstói termina su razonamiento: –Puedo decirle una cosa: la muerte de Chéjov es una gran pérdida para nosotros, ya que, además de un artista incomparable, hemos perdido a una persona encantadora, sincera y honesta… Fue una persona cautivadora, modesta, amable…


LÉV TOLSTÓI, conversación con Alexéi Zenger aparecida en el periódico Rus de Petersburgo, el 28 de julio de 1904, recogida en Conversaciones y entrevistas: Encuentros en Yasnaia Poliana, Fórcola Ediciones, Madrid, 2012, traducción de Jorge Bustamante García. 


NOTA DE LA ADMINISTRADORA: Tolstói no pensó siempre así sobre la obra de Chéjov. La primera impresión sobre su obra fue negativa (AQUÍ)


Kafka sobre Goethe


25 diciembre de 1911
Probablemente Goethe retarda con la fuerza de sus obras la evolución del idioma alemán.

4 de febrero de 1912
El fervor que recorre todo mi ser cuando leo cosas sobre Goethe (conversaciones con Goethe, años de estudiante de Goethe, horas con Goethe, una estancia de Goethe en Fráncfort) y que me mantiene apartado de toda actividad de escribir.

5 de febrero de 1912
La hermosa silueta de Goethe de cuerpo entero. Impresión simultánea de disgusto a la vista de ese cuerpo perfecto, pues es inimaginable que quepa superarlo y, sin embargo, esa perfección tiene el aspecto de haberse formado casualmente. La postura erguida, los brazos colgando, el cuello delgado, la flexión de las rodillas.


FRANZ KAFKA, Diarios & Carta al padre, Galaxia Gutenberg/ Círculo de Lectores, 2002, traducción de Andrés Sánchez Pascual.

Borges sobre Dostoyevski


Como el descubrimiento del amor, como el descubrimiento del mar, el descubrimiento de Dostoievski marca una fecha memorable de nuestra vida. Suele corresponder a la adolescencia, la madurez busca y descubre a escritores serenos. En 1915, en Ginebra, leí con avidez Crimen y castigo, en la muy legible versión inglesa de Constance Garnett. Esa novela cuyos héroes son un asesino y una ramera me pareció no menos terrible que la guerra que nos cercaba. Busqué una biografía del autor. Hijo de un cirujano militar que murió asesinado, Dostoievski (1821-1881) conoció la pobreza, la enfermedad, la cárcel, el destierro, el asiduo ejercicio de las letras, los viajes, la pasión del juego y, ya en el término de sus días, la fama. Profesó el culto de Balzac. Envuelto en una vaga conspiración, fue condenado a muerte. Casi al pie del patíbulo, donde habían sido ejecutados sus compañeros, la sentencia fue conmutada, pero Dostoievski cumplió en Siberia cuatro años de trabajos forzados, que nunca olvidaría.

Estudió y expuso las utopías de Fourier, Owen y Saint-Simon. Fue socialista y paneslavista. Yo había imaginado que Dostoievski era una suerte de gran Dios insondable, capaz de comprender y justificar a todos los seres. Me asombró que hubiera descendido alguna vez a la mera política, que discrimina y que condena.

Leer un libro de Dostoievski es penetrar en una gran ciudad, que ignoramos, o en la sombra de una batalla. Crimen y castigo me había revelado, entre otras cosas, un mundo ajeno a mí. Inicié la lectura de Los demonios y algo muy extraño ocurrió. Sentí que había regresado a la patria. La estepa de la obra era una magnificación de la Pampa. Varvara Petrovna y Stepan Trofimovich Verjovenski eran, pese a sus incómodos nombres, viejos argentinos irresponsables. El libro empieza con alegría, como si el narrador no supiera el trágico fin.

En el prefacio de una antología de la literatura rusa Vladimir Nabokov declaró que no había encontrado una sola página de Dostoievski digna de ser incluida. Esto quiere decir que Dostoievski no debe ser juzgado por cada página sino por la suma de páginas que componen el libro.


JORGE LUIS BORGES, prólogo a Los demonios, incluido en su Biblioteca personal, Alianza Editorial, Madrid, 1997.
 

Goldman sobre Nietzsche


En Viena se podía asistir a conferencias muy interesantes sobre prosa y poesía alemanas modernas. Se podía leer las obras de los jóvenes iconoclastas de las artes y de las letras, el más atrevido de los cuales era Nietzsche. La magia de su lenguaje, la belleza de su visión, me transportaron a alturas insospechadas. Deseaba devorar cada línea de sus escritos, pero era demasiado pobre para comprarlos. Afortunadamente, Grossmann estaba surtido de Nietzsche y otros modernos.

Para poder leer tenía que privarme de necesarias horas de sueño; pero ¿qué era el esfuerzo físico comparado con el éxtasis que me provocaba Nietzsche? El fuego de su espíritu, el ritmo de su canción hacían que la vida fuera más rica, más plena, más maravillosa. Quería compartir estos tesoros con mi amado, y le escribía largas cartas describiéndole el nuevo mundo que había descubierto.

[...]

Una noche estábamos reunidos en el bar de Justus para una fiesta de despedida; James Huneker estaba presente, y un joven amigo nuestro, P. Yelineck, un pintor de talento. Empezaron a discutir sobre Nietzsche. Yo tomé parte en la discusión, expresando mi entusiasmo por el gran filósofo-poeta y extendiéndome sobre la impresión que su obra me había causado. Huneker estaba sorprendido. «No sabía que te interesara algo que no fuera la propaganda», señaló. «Eso es porque no sabes nada sobre anarquismo —contesté—, si no, te darías cuenta de que abarca cada aspecto de la vida y de la lucha y que socava los viejos y gastados valores». Yelineck afirmó que era anarquista porque era un artista; sostenía que todos los creadores debían ser anarquistas porque necesitaban campo de acción y libertad para expresarse. Huneker insistía en que el arte no tenía nada que ver con ningún ismo. «El mismo Nietzsche es la prueba de ello —argumentaba—, es un aristócrata, su ideal es el superhombre porque no siente fe ni simpatías hacia la gente común». Señalé que Nietzsche no era un teórico social, sino un poeta, un rebelde, un innovador. Su aristocracia no era ni de nacimiento ni de patrimonio; era de espíritu. Dije que en ese sentido Nietzsche era un anarquista y que todos los verdaderos anarquistas eran aristócratas.

Entonces habló Ed. Su voz sonaba fría y forzada, y yo sentía la tempestad oculta tras ella.

—Nietzsche es un imbécil —dijo—, un hombre con una mente enferma. Desde su nacimiento estaba destinado a la idiotez que finalmente le dominó. Caerá en el olvido en menos de una década, lo mismo que otros seudomodernos. Son unos contorsionistas comparados con la verdadera grandeza del pasado. 

—¡Pero no has leído a Nietzsche! —objeté acaloradamente—. ¿Cómo puedes hablar sobre él?

—¡Oh, sí!, le he leído —replicó—, leí hace tiempo esos estúpidos libros que trajiste del extranjero.

Me quedé estupefacta. Huneker y Yelineck empezaron a discutir con Ed, pero yo estaba demasiado herida para continuar la discusión.


EMMA GOLDMAN, Viviendo mi vida, Fundación de estudios libertarios, 2015, traducción de Antonia Ruiz Cabezas.

Chesterton sobre Charlotte Brontë


Jane Eyre es, entre otras cosas, una de las mejores novelas de misterio del mundo; y para cualquiera que sea artísticamente sensible a ese ambiente más bien eléctrico, el descubrimiento de la esposa loca de Rochester es como debe ser siempre ese tipo de sensación: sorprendente al tiempo que previsible.


GILBERT KEITH CHESTERTON, La sal de la vida y otros ensayos, Espuela de plata, Sevilla, 2017, traducción de Aurora Rice.

Einstein sobre Shaw


Shaw es sin lugar a dudas una de las grandes figuras del mundo. Una vez dije de él que sus obras me recordaban a Mozart. En la prosa de Shaw no existe ni una sola palabra superflua, como tampoco existe ninguna nota superflua en la música de Mozart.


ALBERT EINSTEIN, El libro definitivo de citas, Plataforma Editorial, Barcelona, 2014, traducción de Francisco García Lorenzana, pág. 168.

Umbral sobre Gide


André Gide es un escritor fascinante, porque está en un punto de sabiduría, de delicadeza, de matiz, ese punto que se trabaja en el diario íntimo, el matiz, la prosa. Me gusta mucho uno de sus primeros libros, Los alimentos terrestres, donde sale Nathanael. Sólo que Nathanael en él es un chico; el libro es un viaje por África con un chico. Y yo le he puesto Nathanael a muchas chicas porque me gusta el nombre; es el nombre de un ángel. Nathanael es el nombre bíblico de un ángel. Los alimentos terrestres es la hostia. Y La puerta estrecha, otro de sus primeros libros, es precioso. Le volvían loco los juegos del Vaticano. Pero el Journal, sobre todo, es buenísimo. Y además es para abrirlo por un sitio, leer veinte páginas y dejarlo. Y te ha nutrido ya… te ha colocado coca-cola en vena para quince días, si tienes buena memoria. 


FRANCISCO UMBRAL, entrevistado por Eduardo Martínez Rico para Umbral: vida, obra y pecados. Conversaciones, Ediciones Foca, Madrid, 2001.

Calvino sobre Defoe


Tan alejado de la hinchazón del siglo XVII como del colorido patético que tomará la narrativa inglesa del XVIII, el lenguaje de Defoe (y aquí la primera persona del marinero-comerciante capaz de alinear en columna como en un libro mayor incluso lo «malo» y lo «bueno» de su situación, y de llevar una contabilidad aritmética de los caníbales muertos, resulta ser un expediente poético, aun antes que práctico) es de una sobriedad, de una economía que, a semejanza del estilo «de código civil» de Stendhal, podríamos definir como «de relación comercial». Como una relación comercial o un catálogo de mercancías y herramientas, la prosa de Defoe es desnuda y al mismo tiempo detallada hasta el escrúpulo. La acumulación de detalles intenta persuadir al lector de la verdad del relato, pero expresa también de manera inmejorable el sentimiento de la importancia de cada objeto, de cada operación, de cada gesto en la situación del náufrago (así como en Moll Flanders y en el Coronel Jack el ansia y la alegría de la posesión se expresarían en la lista de objetos robados). Minuciosas hasta el escrúpulo son las descripciones de las operaciones manuales de Robinson: cómo excava su casa en la roca, la rodea de una empalizada, construye una barca que después no consigue transportar hasta el mar, aprende a modelar y a cocer vasijas y ladrillos. Por este empeño y placer en referir las técnicas de Robinson, Defoe ha llegado hasta nosotros como el poeta de la paciente lucha del hombre con la materia, de la humildad, dificultad y grandeza del hacer, de la alegría de ver nacer las cosas de nuestras manos. Desde Rousseau hasta Hemingway, todos los que nos han señalado como prueba del valor humano la capacidad de medirse, de lograr, de fracasar al «hacer» una cosa, pequeña o grande, pueden reconocer en Defoe a su primer maestro. 


ITALO CALVINO, Por qué leer los clásicos, Tusquets, Barcelona, 1992, traducción de Aurora Bernárdez.

Borges sobre los mejores cuentos


Me piden el cuento más memorable de cuantos he leído. Pienso en “El escarabajo de oro” de Poe, en “Los expulsados de Poker-Flat”, de Bret Harte; en “El corazón de las tinieblas”, de Conrad; en “El Jardinero”, de Kipling –o en “La mejor historia del mundo”–; en “Bola de sebo”, de Maupassant; en “La pata de mono”, de Jacobs; en “El dios de los gongs”, de Chesterton. Pienso en el relato del ciego Abdula en “Las mil y una noches”, en O. Henry y en el infante don Juan Manuel, en otros nombres evidentes e ilustres. Elijo, sin embargo, en gracia de su poca notoriedad y de su valor indudable, el relato alucinatorio “Donde su fuego nunca se apaga”, de May Sinclair.

Recuérdese la pobreza de los infiernos que han elaborado los teólogos y que los poetas han repetido; léase después este cuento.


JORGE LUIS BORGES, respuesta publicada el 26 de julio de 1935 en la sección “El cuento, joya de la literatura, antología de El Hogar, hecha por escritores argentinos”,  recogida en Miscelánea, DEBOLS!LLO, Random House Mondadori, Barcelona, 2011, pág. 1093.

Sontag sobre Huxley


1/3/49

Compré Contrapunto hoy y he leído sin cesar durante seis horas para terminarlo. La prosa de [Aldous] Huxley es de un aplomo delicioso – sus observaciones de una perspicacia maravillosa, si cabe maravillarse en su diestra exposición de la vacuidad de nuestra civilización – me pareció, sin embargo, un libro muy interesante – un homenaje a mi embrionaria capacidad crítica. Incluso me deleito en la inevitable depresión que sigue a la lectura del libro, ¡simplemente porque me ha causado una agitación estéril con tanta habilidad!


SUSAN SONTAG, Renacida. Diarios tempranos 1947-1964, Mondadori, Barcelona, 2011, traducción de Aurelio Major.


Lope de Vega sobre Cervantes


No he dejado de obedecer a vuestra merced por ingratitud, sino por temor de no acertar a servirla; porque mandarme que escriba una novela ha sido novedad para mí, que aunque es verdad que en el Arcadia y Peregrino hay alguna parte de este género y estilo, más usado de italianos y franceses que de españoles, con todo eso, es grande la diferencia y más humilde el modo. En tiempo menos discreto que el de ahora, aunque de más hombres sabios, llamaban a las novelas cuentos. Estos se sabían de memoria y nunca, que yo me acuerde, los vi escritos, porque se reducían sus fábulas a una manera de libros que parecían historias y se llamaban en lenguaje puro castellano caballerías, como si dijésemos: Hechos grandes de caballeros valerosos. Fueron en esto los españoles ingeniosísimos, porque en la invención ninguna nación del mundo les ha hecho ventaja, como se ve en tantos Esplandianes, Febos, Palmerines, Lisuartes, Florambelos, Esferamundos y el celebrado Amadís, padre de toda esta máquina, que compuso una dama portuguesa. El Boyardo, el Ariosto y otros siguieron este género, si bien en verso; y aunque en España también se intenta, por no dejar de intentarlo todo, también hay libros de novelas, de ellas traducidas de italianos y de ellas propias en que no le faltó gracia y estilo a Miguel Cervantes.


FÉLIX LOPE DE VEGA, A Marcia Leonarda, Pérez del Hoyo, Madrid, 1970, pág. 9.

Onfray sobre Lucrecio


En Lucrecio coinciden el poeta, el filósofo y el científico. Es lo que se requiere para redactar miles de versos en latín, crear nociones, pasar del griego a esta lengua tan poco hecha para pensar, aclimatar el epicureísmo a los cielos de Campania o de Roma, afinar la doctrina del Jardín y formularla para el espacio itálico y la época imperial, inaugurar tal vez una serie de novedades técnicas para continuar y desarrollar el atomismo abderita, y además de todo eso, teorizar sobre los meteoros, la constitución de la materia, la genealogía de los fenómenos geológicos. El saber de este hombre y su competencia no parecen tener límites.

Semejante espíritu enciclopédico es una muestra de lo que puede ser la acumulación de todos los saberes de una época en el cerebro de un solo y mismo individuo. De ahí que esta inteligencia –¡esta configuración particular de átomos!–  suponga destacarse por igual en la imaginación, la razón y la intuición. Deducir los átomos a partir de la observación, concluir la existencia de partículas invisibles a partir de una manifestación visible, vaciar el cielo de sus ocupantes ilegítimos con la única fuerza de la demostración y la razón, conjurar los miedos y las angustias con el mero poder de la argumentación, todo eso requiere un filósofo de gran formato: lo sublime poético de un René Char, el pensamiento exuberante y barroco de un Gilles Deleuze y el saber científico de un Einstein, ¡todo en una misma obra! Imagínese la teoría de la relatividad expuesta por una pluma de filósofo inspirada por el genio de un poeta… El resultado mueve permanentemente al asombro.


MICHEL ONFRAY, Las sabidurías de la antigüedad, Anagrama, Barcelona, 2007, traducción de Marco Aurelio Galmarini, pág. 263.

Bellow sobre Proust


Leyendo las cartas de Kafka nadie podría imaginar que una guerra asolaba Francia y el este de Europa. En el Ulises no se menciona la guerra para nada, y se escribió en las peores horas de la Primera Guerra Mundial. Proust sí lo hizo, pero fue porque asumió la tarea de historiador de la vida francesa. Él supo combinar el aspecto estético con el histórico. Eso no ocurre con frecuencia. Son muy pocos los escritores que logran establecer un equilibrio, porque deben crear unas condiciones estéticas especiales en las que solo cabe la cantidad precisa de actualidad que su arte es capaz de asimilar. Y nos encontramos con que el asunto Dreyfus y la guerra no acaban con Proust; es él quien los domina estéticamente. Grandioso.


SAUL BELLOW, entrevistado en 1990 por Keith Bostford para la revista Bostonia, recogido en Todo cuenta, Random House Mondadori, Barcelona, 2007, traducción de Benito Gómez Ibáñez.


Luis Goytisolo sobre Dante


Desde la poesía provenzal a las andanzas del Arcipreste o de Villon, la literatura gana en interés en la medida en que se afirma frente al único negocio que oficialmente debía regir la vida de todo cristiano: salvar el alma. En este sentido, la figura de Dante destaca sobre cualquier otra. Su empeño no podía ser más ambicioso: escribir en lengua romance una epopeya como las del mundo clásico; situar en un mismo plano –igualados por la muerte– a héroes de la Antigüedad y a contemporáneos suyos; modificar el paso en función del premio o el castigo recibidos por el alma después de la muerte; introducir en una sola imagen, que incluye el universo, el cielo y el infierno, al Creador de todo ello y a sí mismo, el creador de la obra. Una osadía que, por su propia naturaleza, contribuye decisivamente a que se abran los resignados horizontes de la época. Boccaccio y Petrarca suponen también, cada uno a su modo, el rechazo de tanta pobreza de miras. Pero la Divina Comedia, por sí sola, anuncia el final de esos mil años de infelicidad que para el mundo significó la Edad Media.


LUIS GOYTISOLO, Diario de 360º, Siruela, Madrid, 2010, pág. 36.


Pavese sobre Balzac


Balzac ha descubierto la gran ciudad como nidada de misterios y el sentido que siempre tiene despierto es la curiosidad. Es su Musa. No es nunca ni cómico ni trágico, es curioso. Se mete en un enredo de cosas siempre con el aire de quien husmea y promete un misterio y va desmontando toda la máquina pieza a pieza con un gusto acre y vivaz, y triunfal. Ved como se acerca a los nuevos personajes: los escudriña por todas partes como rarezas, los describe, esculpe, define, comenta, hace transparentarse todas sus singularidades y promete maravillas. Sus frases, observaciones, tiradas, lemas, no son verdades psicológicas, sino sospechas y trucos de juez instructor, asedios al misterio que, ¡que demontre!, se debe aclarar. Por eso, cuando la investigación, la caza del misterio se aplaca y –al principio del libro o en su curso (nunca al final, porque ahora ya todo es desvelado con el misterio)– Balzac diserta sobre su complejo misterioso con un entusiasmo sociológico, psicológico y lírico, y entonces es admirable. Ver el principio de Ferragus o el principio de la segunda parte de Splendeurs et misères des courtisanes. Es sublime. Es Baudelaire que se anuncia.


CESARE PAVESE, El oficio de vivir, El País, Madrid, 2003, traducción de Ángel Crespo, pág. 61.