¡El orgullo de Rimbaud! Un satanismo que lo lanza a lo angélico; la raíz de lo negativo alimentando la llama de una flor abierta hacia el cielo. Todo eso se derrumba el día en que una crisis moral —elemento hasta entonces despreciado deliberadamente por él, y que se toma de pronto la revancha— lo lleva a escribir Une Saison en Enfer, cuya lectura sería mucho más provechosa que este ensayo para medir la profundidad de un alma y el fracaso de una ambición. Terminado ese desgarrante resumen del viaje, Rimbaud amanecerá a su nueva existencia de derrotado que ha comprendido la necesidad de la resignación. ¿Por qué no se mató Rimbaud? Es que, en realidad, se mató. Lo que queda de él es una costumbre de vivir, de viajar; un recuerdo corporizado, un retrato vivo. Pero Arthur Rimbaud, poeta, había muerto en su piecita de Roche, con sus últimas líneas: «et il me sera loisible deposséder la verité dans une âme et un corps». Ese paradójico optimismo que resulta del balance final, no es más que el estimulante necesario para seguir la marcha. No creo, como Carré y otros biógrafos del poeta, que se abriera en esos días un nuevo capítulo en la existencia de Rimbaud, y que un destino todavía más extraordinario le estuviera deparado. El hombre continúa su pasaje, pero es ahora el hombre a la medida de las cosas; no el hombre Rimbaud que él, desde su bohemia tormentosa, soñó alguna vez, con la nariz pegada en los cristales, la mano hundida en el pelo rebelde, y el «perfecto rostro de ángel en exilio» contraído por una mueca de colérica esperanza.
Precisamente por ello, por haber jugado la Poesía como la carta más alta en su
lucha contra la realidad odiosa, la obra de Rimbaud nos llega anegada de existencialismo y cobra para, nosotros, hombres angustiados que hemos perdido la fe
en las retóricas, el tono de un mensaje y de una admonición. Nunca me he detenido
demasiado en aquellas frases del poeta que suenan, a oídos ingenuos o prevenidos,
como profecías, fórmulas secretas o mecanismos infalibles para meterse de rondón en
el más allá de las cosas y de las almas. La obra de ese muchacho magnífico e
infortunado no es un grimorio, sino un pedazo de su piel cuyo tatuaje puede ser
descifrado sin más que leerlo con la inocencia necesaria. Las fórmulas de Rimbaud
no condicionan su obra al extremo de creer que comprendiendo unas se puede habitar
en la otra. En realidad, los poetas anteriores han empleado mucho más que el mismo
autor esas directivas del pensamiento. (Pero no lograron lo que él, hecho que
demuestra la tontería de toda escuela y de roda influencia, con perdón de André
Gide).
Él es el Ícaro de carne y hueso que se aplasta sobre las aguas y, salvado por una
inercia de vida, quiere alejarse de lo que considera clausurado para siempre.
Mallarmé se despeña sobre la Poesía; Rimbaud vuelve a esta existencia. El primero
nos deja una Obra; el segundo, la historia de una sangre. Con toda mi devoción al
gran poeta, siento que mi ser, en cuanto integral, va hacia Rimbaud con un cariño que
es hermandad y nostalgia. Uno puede amar a Góngora, pero es San Juan de la Cruz
quien aprieta el pecho y vela la mirada. Se podrá decir que la poesía es una aventura
hacia el infinito; pero sale del hombre y a él debe volver. Le es conferida a manera de
una gracia que le permite franquear las dimensiones; mas el triunfo no está en
«rondar las cosas del otro lado», como dijo Federico, sino en ser uno quien las ronda.
La aventura de Rimbaud es un punto de partida para la desgarrada poesía de nuestro
tiempo, que supera en conciencia de sí misma a cualquier momento de la historia
espiritual; ahora, siendo más modestos, somos a la vez más ambiciosos; ahora
sabemos la grandeza y la miseria de esta Poesía, intuimos sus fuentes y buscamos sus
napas. Somos, en ese sentido, los «voyants» que él reclamaba. ¿Deja el hombre de
correr por eso el riesgo de Ícaro? No lo creo. Hay en todo poeta una fatalidad que lo
arrastra, una «manía». Y si la tentativa en este orden está destinada a fracasar, si lo
absoluto no puede serle dado, si el conocimiento poético, como el místico, es
inexpresable, su pasaje no será nunca vano. Del Rimbaud que traficó en Abisinia no
nos resta nada merecedor de recuerdo; del adolescente que se desangró sobre los filos
de un imposible queda la obra más viva y más honda de la poesía moderna. Y, para
decirlo con él, aunque el logro sea siempre diferido, viendrons d’autres horribles
travailleurs: ils commenceront par les horizons ou l’autre s’est affaisé!
JULIO CORTÁZAR, Rimbaud, Obra Crítica II, Alfaguara, Madrid, 1994, edición de Jaime Alazraki.