Nietzsche sobre Sterne


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El escritor más libre. ¿Cómo no mencionar en un libro para espíritus libres a Lawrence Sterne, venerado por Goethe como el espíritu más libre de su siglo? Conténtese aquí sencillamente con el honor de ser llamado el escritor más libre de todos los tiempos, en comparación con el cual todos los demás aparecen tie­sos, torpes, intolerantes y de una franqueza aldeana. En él no debería celebrarse la melodía cerrada, clara, sino la «melodía infinita», cuando con esta palabra queda designado un estilo de arte en el que la forma determinada resulta conti­nuamente quebrada, desplazada, de nuevo traspuesta a lo indeterminado, de modo que significa lo uno y al mismo tiempo lo otro. Sterne es el gran maestro de la ambigüedad, tomada por supuesto esta palabra mucho más ampliamente de lo que comúnmente se hace cuando con ella se piensa en relaciones sexuales. Ha de darse por perdido el lector que en todo momento quiera saber exactamen­te qué piensa en definitiva Sterne sobre una cosa, si pone ante ella una cara seria o sonriente; pues él sabe conjugar ambas cosas en un solo pliegue de su rostro; sabe igualmente, y aun lo desea, tener y no tener razón al mismo tiempo, enma­dejar el sentido profundo y la bufonería. Sus divagaciones son al mismo tiempo continuaciones y desarrollos ulteriores del relato; sus sentencias contienen al mismo tiempo una ironía respecto a todo lo sentencioso, su repugnancia hacia lo serio está ligada a una propensión que le incapacita para tomar ninguna cosa sólo superficial y exteriormente. En el lector de veras produce así una sensación de inseguridad sobre si se anda, se está de pie o se está acostado: una sensación sumamente afín a la de flotar. Él, el autor más dúctil, comunica también a su lec­tor algo de esta ductilidad. Más aún, Sterne intercambia de improviso los papeles y tan pronto es lector como autor; su libro semeja un espectáculo dentro del espectáculo, un público teatral ante otro público teatral. Hay que rendirse incon­dicionalmente al capricho de Sterne -y puede por lo demás esperarse que sea clemente, siempre clemente-. Es rara e instructiva la postura de un escritor tan grande como Diderot ante esta ambigüedad universal de Sterne, a saber, igual­mente ambigua, y eso es precisamente superhumor auténticamente sterniano. ¿Lo imitó, lo admiró, lo ridiculizó, lo parodió en su Jacques le fataliste? No puede establecerse de todas todas, y quizá fue esta precisamente la intención de su autor. Precisamente esta duda hace a los franceses injustos con la obra de uno de sus primeros maestros (quien no tiene de qué avergonzarse ante ninguno de los antiguos ni de los modernos). Y es que los franceses son demasiado serios con el humor -y sobre todo con este tomarse humorísticamente el humor mismo-, ¿Habrá que añadir que entre todos los grandes escritores es Sterne el peor modelo y el autor propiamente hablando menos ejemplar, y que Diderot mismo tuvo que expiar su audacia? Lo que los buenos franceses y, antes que ellos, algunos griegos quisieron y lograron como prosistas es precisamente lo contrario de lo que Sterne quiere y logra: éste se eleva como excepción magistral por encima de lo que todos los artistas literatos exigen de sí: disciplina, cohesión, carácter, constancia en los propósitos, amplitud de miras, sencillez, continente en el paso y en el semblante. Desgraciadamente, el hombre Sterne no parece haber sido sino demasiado afín al escritor Sterne: su alma de ardilla saltaba de rama en rama con desenfrenada excitación; conocía lo que dista entre lo sublime y lo ruin; en todas partes se había posado, siempre con la desvergonzada mirada acuosa y la mímica sentimental. Si el lenguaje no se espanta ante una tal yuxtaposición, era de una afectuosidad dura de corazón, y en los deleites de una imaginación barroca, aun depravada, tenía casi la gracia tímida de la inocencia. Una tal ambigüedad, una tal libertad de espíritu en todas las fibras y músculos del cuerpo: quizá ningún otro hombre poseía estas cualidades como él.


FRIEDRICH NIETZSCHE, Humano, demasiado humano Vol. 2, Ediciones Akal, Madrid, 2007, traducción de Alfredo Brotons Muñoz, págs. 41 y 42.