Lo que me gusta para mi consumo particular son los genios un poco menos agradables al tacto, más desdeñosos del pueblo, más retirados, más altivos en sus maneras y en sus gustos; o bien, el único que puede reemplazar a todos los demás, el viejo Shakespeare, al que voy a releer de cabo a rabo, y al que esta vez no pienso abandonar hasta que las páginas se me hayan quedado entre los dedos. Cuando leo a Shakespeare me vuelvo más grande, más inteligente y más puro. Llegado a la cima de una de sus obras, me parece que estoy en una alta montaña: todo desaparece y todo aparece. Ya no se es hombre, se es ojo; surgen horizontes nuevos, las perspectivas se prolongan hasta el infinito; no pensamos que hemos vivido también en esas cabañas que apenas se divisan, que hemos bebido en todos esos ríos que parecen más pequeños que arroyos, que, en fin, nos hemos agitado en ese hormiguero y que formamos parte de él. Escribí hace tiempo, en un impulso de orgullo feliz (y que ya quisiera recuperar), una frase que entenderás. Era a propósito de la alegría causada por la lectura de los grandes poetas: «Me parecía a veces que el entusiasmo que me producían me convertía en su igual y me elevaba hasta ellos».
GUSTAVE FLAUBERT, carta a Louise Colet enviada desde Croisset el 27 de septiembre de 1846, incluida en Cartas a Louise Colet, Obras completas, III, Aguilar, Barcelona, 2004, traducción de Ignacio Malaxecheverría