Cuando tenía diez años, empecé a escribir historias de aventuras. Al leer a Simenon, lo recordé. Es mi narrador favorito. Tiene una buena historia que contar y trabaja sutilmente en la caracterización. Sus caracteres están bellamente labrados, sus detalles son significativos. Es ante todo un psicólogo para quien la acción ha de ser analizada y comprendida. Cada detalle cuenta porque esta relacionado con el drama, y el drama sucede a causa del personaje y de la infancia, etcétera. Conserva el diseño de la aventura (suspense) y borda sobre él un drama psicológico con esmero y habilidad. La gente no aprecia sus novelas como debiera porque hizo su fama escribiendo novelas policíacas. Su último libro, Le Passager Clandestin, es maravilloso. Olvidé mi bronquitis, mi cabeza nublada. Estoy en Tahití, estoy dentro de otras vidas. Siento como si hubiera estado allí. Su conocimiento de los trabajadores, oficios, profesiones de artesanías y ocupaciones humildes es mucho más profunda que el de Zola o Balzac. Conoce verdaderamente la vida de los pobres, los más desconocidos de los hombres pequeños.
Con toda su insistencia en la trama y la narración, ningún escritor norteamericano ha relatado nunca una historia tan buena, porque Simenon la cuenta en profundidad. Todo está indicado, fuera y dentro por igual. El drama psicológico está ahí también. Las personillas, con sus miserias, son las que le gusta sacar de las sombras, pero el origen de su compasión es el conocimiento de lo que las hace crueles, desesperadas, alcohólicas o asesinas, de modo que aun su personaje más repulsivo, Félix en Le Cheval Blanc, llegó a ser así porque fue acusado de un crimen que no había cometido. En sus historias de aventuras, como Le Passager Clandestin, el suspense y el drama son tremendos, pero basados en un sutil estudio de autodestrucción. En Le Touriste de Bananes, estudia al aventurero, mejor que cualquier otro escritor de los que conozco, penetra en su deseo de aislamiento y en su miedo a la soledad.
ANAÏS NIN, Diario V (1947-1955), Bruguera, Barcelona, 1981, traducción de Ernestina de Champourcín y Ascensión Tudela, págs. 63 y 64.