Jünger sobre Quevedo


Berlín, 28 de mayo de 1984

Con gran deleite, terminado esta noche Historia de la vida del buscón llamado don Pablos, de Francisco de Quevedo.

La célebre obra ha aparecido en Klett-Cotta, en una nueva traducción que debemos a Wilhelm Muster; la he leído como si la hubiera descubierto ahora. Muster dice con excesiva modestia: “Si pudiera traspasar al alemán sólo una parte de lo que contiene cada giro, cada frase, ya me daría por satisfecho”.

En cualquier caso él ha sabido captar el espíritu de la época como ninguno de sus numerosos predecesores. Cita un comentario del escritor Valle-Inclán: “España es una deformación grotesca de la civilización europea”.

Aunque lo haya dicho un español, podría discutirse: si pienso en Goya, “grotesca” me parecería más adecuado que “deformación”. España y Rusia están situadas en la periferia; no es casualidad que Napoleón fracasara en ambas. En cambio, el papel de Inglaterra podría considerarse como regulador.

El autor, ya describa a un pícaro o a un caballero, ha de sostener las opiniones de sus personajes, mientras que su posterior traductor debe superar una distancia mayor aún: la que lo separa del pasado. Aquí, por ejemplo, de una época en la que la Inquisición se tenía por peligrosa, sí, pero no por criminal, y la pobreza por más ignominiosa que el crimen.

¿Qué es cómico? Ante todo, por desgracia, los golpes, sobre todo cuando son inmerecidos, cuando se dan por equivocación. El Quijote es una continua andanada de golpes, y en Quevedo también hay abundancia de palos. Asimismo, el hambre y la pobreza tampoco brillan por su ausencia, aunque se habla de ellas más detalladamente en el Lazarillo. “Alquilé una mula y salíme de la posada, adonde no tenía que sacar más de mi sombra.”

Fuertes imágenes. El tío de Pablo es verdugo, o sea, un “jinete de gaznates”; un feo mulato, maestro de esgrima de profesión, tiene “una daga con más rejas que un locutorio de monjas”.

En una invitación: “Tal destrozo como yo hice en el ante no lo hiciera una bala en el de un coleto. Vino la olla, y comímela toda en dos bocados, sin malicia; pero con priesa tan fiera que parecía que aun entre los dientes no la tenía bien segura. Dios es mi padre, que no come un cuerpo más presto el montón de la Antigua de Valladolid –que le deshace en veinticuatro horas– que yo despaché el ordinario…”, y así sucesivamente.

Como don Pablos no quiere a las mujeres “para consejeras ni bufonas, sino para acostarme con ellas, y si son feas o discretas es lo mismo que acostarse… con un libro, procúrolas de buenas partes para el arte de las ofensas…”.


ERNST JÜNGER, Pasados los setenta III. Diarios (1981-1985), Tusquets, Barcelona, 2007, traducción de Carmen Gauger, págs. 321 y 322.