La poesía de Emily Dickinson ha sido ya ganada por la historia y, desde luego, también por la sociabilidad. Quienes afirman que la poesía puede escribirse con buenos propósitos y una sólida cultura universitaria no dejarán de tratar de explicar la poesía de E. D. con las reglas «externas» con que encasillan a cada poeta que aparece. La tipificación de rigor en este caso —sorprendente que una solterona aislada de Massachusetts, y no muy culta, haya escrito tales poemas— se basa en el determinismo de los medios «cultivados», propensos a considerar al poeta como una especie de imbécil que reuniera irracionalmente palabras que solamente a ellos les está permitido organizar y comprender. La personalidad de E. D. es muy diferente, y su obra nos dice de una lucidez pocas veces vista en la poesía del siglo 19. Es una lucidez que encara la situación particular del poeta en el mundo, en cuanto hombre y en cuanto poeta. Es una lucidez que que describe el ritmo y la entraña real de nuestras vidas y de la vida de la poesía. Debemos, por lo tanto, leer la poesía de E. D. como un testimonio, y como una Poética. No hay más poéticas, por otra parte, que la que emana de la poesía. Gloria, entonces, al silencio lúcido y a la oscuridad, plena de responsabilidades, de Emily Dickinson.
JUAN JOSÉ SAER, Ensayos. Borradores inéditos, 4, Seix Barral, Buenos Aires, 2015